lunes, enero 22, 2007

Estamos acabando hasta con los buitres

Recuerdo un día de otoño con mi hermana Luisa, por una vereda de la Sierra de Alcarama, cerca de San Pedro Manrique, buscando un camino que nos llevara a El Vallejo. Íbamos en coche, una cabra ya por entonces destrozada, con la que nos habíamos recorrido la provincia recabando datos para nuestro Soria Pueblo a Pueblo.
En un momento y sin saber por dónde habían venido, nos encontramos rodeadas por un número incontable de buitres leonados, orondos y lustrosos, magníficos, que nos miraban con los ojos fijos, algunos desde el mismo capó, o sea, a centímetros del cristal delantero. Recorrimos con la mirada los árboles y arbustos, y todo eran buitres. Un auténtico espectáculo que no hemos vuelto a presenciar.
He de confesar que pasamos miedo, mucho, tanto, que poco a poco recorrimos la vereda marcha atrás sin perder de vista a los alados, unos tranquilos y otros inquietos, y sin decir palabra, mudas por el miedo y por la belleza de lo presenciado. Sabíamos que estas rapaces, que pueden llegar a pesar hasta nueve kilos, no atacan, pero eran muchos. Después nos dijeron que nos habíamos metido justo en el lugar donde los chacineros de la zona arrojaban los despojos, precisamente para alimentar a la colonia de buitres.
Recorriendo las tierras de Soria es fácil ver a estas rapaces poderosas volar en círculo, esperando que una presa acabe la vida para ellas comer la carroña y continuar así el ciclo perfecto de la vida.
Llegaron los hombres de finales del siglo XX y, algunos de ellos, sin ningún escrúpulo, dieron de comer a los herbívoros harinas fabricadas con cadáveres de otros animales, dando lugar a la enfermedad conocida como de “las vacas locas”. ¡Cómo no iban a volverse locas! Los hombres somos capaces de todo, hasta de acabar con nosotros mismos.
Los hombres decidieron que en los muladares no se depositaran más animales muertos, rompiendo así el ciclo de la vida animal, en el que el buitre es un importante eslabón de la cadena.
Ahora, los alados carroñeros comienzan a buscar animales vivos para su alimento. Con el tiempo, los buitres y otros de su especie, serán condenados a desaparecer porque se habrán convertido en una amenaza para el hombre. Pero es justamente al revés, el hombre es una auténtica amenaza para todos los animales, incluso para él mismo. ¿Cabe más incultura e insensatez?

Denuncias falsas por malos tratos -Esto se veía venir-

Hace poco más de un año entraron en funcionamiento los Juzgados de Violencia sobre la mujer e inmediatamente las denuncias por malos tratos se incrementaron en más de un cuarenta por ciento.
Pregunté a una amiga letrada, especializada en divorcios, o matrimonialista, las ventajas que podrían tener para las mujeres estos juzgados, y la respuesta fue, todas para obtener un divorcio ventajoso. El marido es detenido de inmediato, se verá en poder de una orden de alejamiento, tendrá que abandonar el domicilio conyugal y el banquillo de los acusados será el lugar desde donde se traten las condiciones del divorcio.
Me pareció bien. Pensé que todo bien nacido debe alegrarse de lo malo que le suceda a un maltratador. Pero a los pocos meses se comenzaron a escuchar voces que ponían en duda la veracidad de algunas denuncias. Por otro lado ¿quién no conoce o tiene amistad con hombres que se quejan amargamente de su situación tras el divorcio, de las falsedades de las denuncias? Yo misma conozco tres casos directos. Uno de ellos marcha a China, desesperado, el mes de marzo. Malvive como puede después de haber perdido la casa, los hijos, y encontrarse con la nómina embargada.
Una noche-madrugada de este mes de enero, Radio Nacional de España realizaba una entrevista a una mujer -¿letrada, juez?- y ésta decía que según un estudio hecho en Andalucía, casi el setenta por ciento de las denuncias por malos tratos son falsas, se hacen con el fin de quitarse de encima el hombre que molesta y obtener un divorcio rápido y ventajoso.
Es la condición humana, por lo visto. Este estudio sorprende a pocas personas, a mi no, desde luego. Pero lo que sí me dejó perpleja fue la respuesta de la entrevistada a la pregunta de la periodista
¿qué se hacen con estas denuncias? Se archivan.
O sea, no se persigue a la falsa denunciante de oficio. No se le hace pagar el perjuicio ocasionado a los funcionarios de Justicia y a toda la sociedad, el tiempo dedicado a ellas en detrimento de las verdaderamente maltratadas, de las que mueren.
Con ser éste un trastorno, creo que incluso delito, no es lo más grave de la situación. Ese hombre, al que la mujer denuncia falsamente, tiene hijos que, tal vez, influidos por una madre semejante, dudarán seriamente de la inocencia del padre. Ese hombre tendrá madre, hermanos, familia directa, que sufrirán lo indecible, tanto o más que el falsamente denunciado. Ese hombre vive en una sociedad que cada día ve con peores ojos los malos tratos –de verdad- infligidos a la mujer, puede incluso perder su trabajo, puede –y de hecho sucede- llevarle a la desesperación, convirtiéndole en un verdadero maltratador.
Ellas se van de rositas, con los hijos, la vivienda y buena parte de la nómina, la denuncia falsa se archiva, y aquí no ha pasado nada.
Desde aquí, reclamo que estas mujeres sean tratadas igual que los verdaderos maltratadores. Por respeto a las mujeres que mueren, o viven un calvario de sufrimiento y vejaciones.

domingo, enero 07, 2007

Casas por libros

La pasión por la Historia, además del conocimiento de los hechos anteriores, reporta otras alegrías al indagar en hechos supuestamente pequeños, según quien o quienes los interpreten.
El supuesto oscurantismo de la Edad Media, en especial de la Alta, ha sido rebatido por historiadores. El estudio parcial de historias concretas que, juntas, forman la Historia, ha dado resultados a veces sorprendentes. Ya sabemos que el jabón se fabricaba y se usaba, que algunas plazas y calles se alumbraban, en especial algunos días importantes, y todavía, en las puertas de algunos castillos o de entrada a las villas, se han conservado enrejados para colocar las antorchas.
Existían los relojes, los astrolabios, los Cresques habían hecho su Atlas, y las casas ricas compraban especies para cocinar. La anécdota del ajo como único condimento, fue cosa de Fernando de Aragón, ya en el siglo XVI. Los juglares estaban muy bien considerados y los instrumentos musicales abundaban, así como los bailes, alguno de los cuales ha llegado hasta nuestros días. La gente se bañaba en grupos mixtos, esto y otros hechos lo sabemos por los maestros canteros quienes, además de reflejar escenas de la vida, de la Biblia y de la naturaleza, gastaron bromas y tomaron el pelo a varias generaciones, lo que indica la libertad con la que trabajaban. Lástima que la Iglesia se encargara de cortar las alas a toda la humanidad. En fin, hasta los más pobres y desheredados danzaban por cuenta de los jurados o responsables de los gobiernos de las villas, en días señalados.
Sobre todo, por encima de todo, estaba el alto sentido del honor en los caballeros, nobles y soberanos. Cuesta entender los hechos de la Edad Media y eso es porque se analiza desde nuestra actual perspectiva, ya se sabe que al ser humano le cuesta mucho bajarse del pedestal y ponerse en el lugar del otro o en la época pertinente.
Todo esto viene a una pequeñísima historia, casi una anécdota, que acabo de leer en el riguroso estudio de Santiago Sobrequés, titulado Els Barons de Catalunya. Véase si no. A principio del siglo XI, el vizconde, después obispo de Barcelona, Guislabert, cambió unas propiedades suyas, que consistían en una casa en el Call y un terreno en la Magòria, por dos libros de Priscià. Consideraba que a unos alumnos suyos le iban a ser necesarios para el estudio de las Matemáticas.
Sin más comentarios, ni de los valores morales ni de los materiales.

La casa de la vida

Mi amigo es escritor, poeta, sobre todo pintor y, en general, artista. Tras pasar unos años en soleados países, tomando prestadas arrugas, gestos, lágrimas y formas, volvió a su tierra natal, en la provincia de Soria. Alquiló al poco tiempo lo que él creyó la casa de su vida, ciento sesenta metros cuadrados –dos pisos unidos- en un esquinazo, con sol por delante y por detrás y vistas a lo que fuera un hermoso jardín, convertido en decadente y romántico gracias a la ausencia de la mano humana.
Durante años tiró tabiques, cambió ventanas, bajó techos y remodeló servicios. Después lijó, pintó y encargó muebles a medida para su nutrida biblioteca. Más tarde decoró con hermosos cuadros salidos de sus manos, sábanas antiguas bordadas reconvertidas en cortinas y metal sobredorado con signos árabes.
Perfecto, el hogar era perfecto. Además, la casa sólo tenía otro piso, debajo del suyo, vacío para más gozo. Un día, la dueña del edificio le anunció que iba a alquilarlo, pero sólo una parte y a un hombre solo. Hombre solo que a la semana se había traído una compañera con niño de tres años. Pareja con niño que a los quince días había aumentado con dos niños más de similar edad. La situación era normal, podría decirse, pareja con tres niños de entre tres y cuatro años, niños que corrían por el pasillo, chutaban el balón, rompían las bombillas, se peleaban a gritos, sin cortapisa alguna, pero más o menos normal. Los fines de semana los habitantes del piso de abajo recibían a sus amigos (diez, ocho, catorce…), y de vez en cuando se quedaban a dormir. Normal también
Hasta que el escenario comenzó a cambiar también por las noches. Esos visitantes se hicieron asiduos a altas horas, escuchaban música a tope, palmeaban, bailaban, en fin, esas cosas que se hacen en las reuniones hasta las cuatro de la mañana. Pero mi amigo resistía, y resiste, pese a la última hazaña, viendo ya –eso sí- sus esfuerzos de años tirados por la borda.
Un día del largo puente de la Constitución, sobre las once de la mañana, hasta los oídos de mi amigo llegó un sonido como de soplete. El hecho no hubiera tenido más relevancia si no hubiera sido porque a la vez entraba por sus fosas nasales un olor desconocido, fuerte, que se iba convirtiendo en nauseabundo. Investigando, investigando, se acercó a la terraza que da al jardín decimonónico y allí, a dos metros de sus ojos, un grupo de hombres se hallaban ¡chumascando un enorme jabalí! El resto del día transcurrió entre terribles golpes de hacha que troceaban al fibroso puercoespín.
A partir de ese día, los inquilinos del piso de abajo decidieron que ese era un buen lugar, no sólo para churrascar y descuartizar jabalíes, si no también para hacer un corralito con distintas aves, y allí están, picoteando, haciendo sus necesidades, cacareando y sirviendo de proteínas, como si se hallaran en una granja en mitad del campo.