viernes, enero 30, 2009

La insoportable incapacidad para comunicarnos


Dicen que si se lleva a cabo la anunciada huelga de jueces (esto es una contradicción en los términos o, como diría mi amigo Frías, “metafísicamente imposible”), ello supondría un atasco –otro más- en los juzgados españoles.
No me extraña que la Justicia esté atascada o apurada. Con sólo echar una ojeada a la prensa y a la televisión y una oída a la radio, es suficiente para darse cuenta de que los españoles, que hablamos casi tanto como los judíos, hemos llegado a la incomunicación más absoluta. Queremos que todo nos lo solucione la Justicia, a nivel particular y general. Y no nos conformamos con un veredicto, no, recurrimos una y otra vez.
En este país nuestro, tan caliente, tan latino, tan visceral, nos lanzamos unos contra otros sin ningún pudor. Por las herencias de los abuelos, de los padres, por las lindes de las tierras. “Nos veremos las caras en los tribunales”, y frases por el estilo, hacen que los expedientes vayan invadiendo salas y salas de los juzgados, amenazando con enterrar vivos a los funcionarios.
Otro grupo que obstaculiza la Justicia es el de folklóricas, gente de la farándula en general, familiares de familiares de famosillos y demás ralea, que acude a las televisiones para ponerse a parir, lanzarse dardos envenenados, llamarse el nombre del puerco para, a continuación ponerse querellas entre ellos, y recurrir si no les gusta la sentencia, y casi nunca les gusta.
Nadie ha llegado todavía al fondo de ese sabio refrán, que dicen es la maldición del gitano: “Juicios tengas y los ganes”.
Desde hace unos años, los políticos en la oposición se han suscrito a esta forma de entender el quehacer legislativo. Las leyes se hacen en el Congreso de los Diputados, se refrendan en el Senado, y el Ejecutivo las aplica, lo normal en un sistema democrático imperfecto, como todos. Pero al partido de la oposición no les gustan y acuden a todos los escalones que el sistema judicial les ofrece. Si la Justicia fuera un empresa que cotizara en bolsa, se entendería, hay que mover el negocio, pero siendo, como es, un poder que cuesta mucho dinero a las arcas del Estado, no acaba de entenderse.
El último episodio ha sido el de la Ley para la Ciudadanía. No le gusta a la derecha, pese a ser una de las leyes más equilibradas y sensatas del actual gobierno –será por eso-, donde no se adoctrina, donde se enseña a convivir en una sociedad moderna. Han perdido en el Tribunal Supremo, pero no se dan por vencidos, ahora recurren al Constitucional.
Si no fuera la cosa tan seria, diría como mi amigo el Ruiz, “así me gusta, que se diviertan”.
El agobio del sistema judicial, lo único que demuestra es la insoportable imposibilidad de comunicarnos. Otro fallo más de la sociedad actual. Cuando algo se nos tuerce, la ira nos invade, y en lugar de hablar, que lo solucione un juez, con quien tampoco estaremos de acuerdo si no nos da la razón.

sábado, enero 17, 2009

No es esto, no es esto


Palabras de Ortega y Gasset (“¡No es esto, no es esto!”), refiriéndose al cariz que habían tomado los acontecimientos, una vez puesta en marcha la II República Española. A mí me apetece más utilizar la expresión para con el Estado de Israel.
Muchas personas de mi generación (y adyacentes), hemos sido a lo largo de nuestras vidas pro-judías. Esta querencia venía, sobre todo, del corazón, y después se fue afianzando en la razón. Venía del corazón por el genocidio cometido contra los judíos (entre otras religiones y etnias), por parte del Estado Alemán, con Hitler al frente.
Cuando tuve capacidad de raciocinio, mis lecturas fueron, en su mayoría, sobre los judíos. La expulsión de España –Sefarad-, los pogroms rusos de finales del XIX, la intelectualidad judía repartida por el mundo, el Juicio de Núremberg, y novelas y libros relacionados con el tema, aquella maravilla de Éxodo, cuya película protagonizó Paul Newman. Recuerdo que me sabía de memoria las votaciones en las Naciones Unidas, en 1947, y las negociaciones entre unos y otros.
Fueron años de entusiasmo con Ben Gurión, Moshe Dayán y su bravura, después Golda Meir y sus viajes a EE.UU. en busca de dinero para hacerlo todo, absolutamente todo. Los judíos del mundo, por fin, tenían un Estado, se recibía a todo el mundo. Se acabaron para siempre los ghettos, las persecuciones, las expulsiones. Los kibutzs fueron –y siguen siendo- un ejemplo de economía y vida comunitaria y socialista. Desde el avión, me dijeron, se divisaba una mancha en el amplio desierto, una mancha verde, era Israel.
Creo que la mayoría de la gente de mi generación, siguió con pasión, en 1967, la Guerra de los Seis Días. Todas las fuerzas de cuatro estados árabes contra Israel, que en seis días ventiló el tema. Nadie que pertenezca al mundo musulmán quería, ni quiere, la existencia del Estado de Israel. Un estado donde conviven beduinos, judíos, cristianos y musulmanes.
Sin prisa pero sin pausa, las cosas han ido cambiando. En parte porque las nuevas generaciones no han vivido lo que vivimos nosotros. También porque la memoria es frágil, y los israelíes jóvenes han olvidado lo que sus antepasados sufrieron por la década de los cuarenta. Tan frágil, que hace pocos meses, detuvieron en una ciudad de Israel a un grupo de nazis. Aunque parezca imposible, así es. Y también porque un día apareció el grupo Hamas en escena.
Hamas, según su propia filosofía, sólo existe para aniquilar el Estado de Israel. He buscado fotos de esta organización, y son estremecedoras. En una de ellas, aparece un niño de unos cinco o seis años, armado hasta los dientes. Hamas, eso ya lo sabe todo el mundo, está considerada por la Asociación para la Defensa de los Derechos Humanos (creo que se llama así), por Europa, Estados Unidos, Australia y no sé cuántos estados más, una organización terrorista que ha cometido y comete crímenes contra la humanidad.
¿Justifica esto la reacción del Estado de Israel contra la Franja de Gaza? Desde mi punto de vista, no. Ni esto, ni que desde que la OLP se refugió, o actuó, en el Líbano no han quedado ni los cedros, ayudados, desde luego, por las guerras civiles entre los libaneses.
Un estado de pleno derecho, como lo es el de Israel, tiene otros métodos para solucionar problemas de terrorismo sin meter los tanques en las ciudades, matar indiscriminadamente y provocar una masacre entre la población civil. Un estado tiene, o debe tener, argumentos y, sobre todo, sensatez para evitar las provocaciones. No debe, sobre todo, ponerse al mundo en contra.
Comprendo el temor de sentirse rodeado de naciones que quieren su aniquilación, la impotencia ante los fundamentalistas que, de los dos sexos y desde la tierna juventud, se meten en transportes públicos con un cinturón mortal. Pero la desproporción de fuerzas resulta insoportable a los ojos del mundo, entre los que me incluyo.
Y el Estado de Israel, habitado en su mayoría por judíos, no debe ponerse enfrente al mundo. Todavía, en muchas sociedades, están demonizados como, por desgracia, lo han estado siempre. Si hace siglos lo eran hasta de las epidemias de peste, y los piadosos cristianos lo solucionaban quemando las juderías y, por supuesto, apoderándose de sus tesoros, ahora, si siguen así, acabarán siendo los culpables, y esta vez con razón, de que estalle el polvorín de Oriente Medio.
¡No es esto, no es esto! Con lo que hablan los judíos, pese a la mezcla de lenguas, sería estupendo que emplearan esta facilidad para solucionar, de una vez por todas, los problemas.


martes, enero 13, 2009

Sus Señorías


Parece ser que los jueces de este país están convencidos de su infalibilidad. De lo que no cabe duda es de que la mayoría de ellos caminan aquejados de una soberbia insoportable. Creo que para llegar a impartir Justicia –algo tan complicado sobre lo que ya filosofaba Clemence, el personaje de Camus en La caída- es necesario estudiar una carrera de Derecho y después prepararse unas oposiciones. Ni más, ni menos.
Una vez ocupado el sitial correspondiente en alguno de los estamentos donde se va a ejercer de juez, por mucho que se revistan de pelucas, se cuelguen las togas, miren directamente a los ojos del juzgado, o se entretenga mientras el secretario lee o los abogados alegan, el juez sigue siendo un licenciado con oposiciones aprobadas. Y, lo que es más importante, un ser humano.
Los seres humanos –algunos- que han creado todo este tinglado de sociedad que intenta ahogarnos, si no se tiene la suficiente fuerza para pasar de todo ello, somos los hacedores de lo bueno, de lo malo y de lo peor.
Los filósofos (Platón en más destacado), seres humanos también, distinguieron entre el mundo de las ideas y el de las sensaciones. Que ningún juez crea, ni tampoco ser humano alguno, que tiene algo que ver lo uno con lo otro. La Justicia es un concepto bastante alejado de una sentencia firmada por el juez que sea. El juez es un ser humano, el secretario también, los abogados que han defendido a uno u otro, supuestamente también son seres humanos. Aunque cuando se han seguido temas tan duros como el de la pequeña Alba, y hemos escuchado, por parte de los abogados del útero con patas y su compañero, pedir la absolución para esos dos cánceres de la sociedad, comenzamos a dudarlo. Y recuerdo el comentario de un novelista barcelonés cuyo nombre he olvidado, afirmar que la delincuencia (sobre todo este tipo de crímenes como el de Alba) no acabará hasta que no entren en prisión los asesinos y sus abogados.
Sigamos con los jueces. Como humanos que son los señores magistrados, cometerán errores, aún en el caso probable de que hagan lo imposible por evitarlos. ¿Tanto cuesta reconocerlo, asumirlo y pedir disculpas? Si humano, muy humano, es errar, tanto lo es asumirlo y someterse, ellos también, a la Justicia.
Esa es la verdadera asignatura pendiente de los distintos gobiernos que hemos padecido. Dotar a la Justicia, sí, pero meter en vereda a los componentes de ella. Situarlos en su calidad de funcionarios y de humanos, y bajarles del pedestal de la divinidad.