sábado, octubre 24, 2009

El desafortunado comentario de la señora Yagüe



Asisto en silencio a la polémica sobre el monumento al general Yagüe, ubicado en San Leonardo, su pueblo natal. Suscribo todo lo que al respecto dice, opina y gestiona la Asociación para la Memoria Histórica de Soria, a la que pertenezco.
Como investigadora sobre la Guerra Civil, podría aportar datos sobre el asunto, cosa que en este momento no voy a hacer.
Si, de forma particular, escribo estas líneas, es por el regusto amargo y la indignación que me han producido unas palabras de la señora María Eugenia Yagüe, y que he leído, entrecomilladas, en la edición digital de HERALDO DE SORIA: “no aceptan [algunos sectores], ni admiten que han perdido la Guerra Civil”.
Esto es terrible. Entendía a la señora Yagüe como hija. Incluso comprendía que ella, que ha conocido al padre y no al militar, viera lo sucedido de distinta forma al resto de los mortales. Después de esto, ni la entiendo, ni la comprendo, ni quiero hacerlo.
O sea, que como una parte de España perdió una guerra en la que se vio envuelta por el por el afán de poder de un grupo de militares golpistas, y después, permaneció encarcelada y humillada durante muchos años, quedó por ello anulada para la eternidad toda capacidad de reclamar, investigar y conseguir que la verdad, toda la verdad, vea la luz. Traducido al lenguaje vulgar: habéis perdido, a joderse.
Sinceramente, no creo que el Partido Popular deba lamentar la baja en sus filas de la señora Yagüe. Hay personas decentes y trabajadoras en ese partido, concretamente en Soria, a las que conozco personalmente, que no necesitan afiliados como estos.
Por otro lado, las leyes, estemos o no de acuerdo con ellas, existen para se cumplan. Ahora mismo, si no la derogan, hay una que impide monumentos a franquistas.

jueves, octubre 01, 2009




Al poco de pasar Bailén le dije a mi hermana que olía a aceite, y ese olor nos acompañó hasta que a la vista tuvimos el cerro de santa Catalina, y recortada sobre el cielo la silueta de la alcazaba de Jaén. A sus pies, iluminada, la magnífica catedral de los Vandelvira sustituye a la vieja, como queriendo tapar la infamia del asesinato del condestable Iranzo.


Durante toda nuestra estancia, el olor a aceite nos acompañó, mezclado con el de las buganvillas y los jazmines de la casa de los primos. El mismo olor de mi infancia, cuando, subida en un taburete, me asomaba al pequeño aljibe donde el abuelo Juan depositaba el aceite que iba a gastar la familia a lo largo del año siguiente. El mismo, también, que el de la alacena de la abuela Rafaela, donde guardaba los quesos en aceite, comprados a los productores de la Mancha, que acudían a venderlos, romana al hombro, vestidos con anchos blusones grises.


La parte vieja de Jaén, de la plaza de las Palmeras hacia arriba, apenas ha cambiado. Eso nos ha permitido revivir la infancia. Recorrer las callejuelas del barrio de la Magdalena, conociendo ahora que se trata del barrio judío, escuchando las palabras de la madre -¡tan reciente su muerte!- recordando cómo las paseaba subida en altos tacones, pese a lo empinado y empedrado de ellas.


Aquella casona de la calle santo Domingo bajo, junto a la de San Miguel, donde los tíos tenían el horno y vivían, ahora es una casa de pisos, pero han conservado la estructura y algunas partes de la configuración exterior. Parecía que salía por las puertas y ventanas el olor del pan recién hecho, los ochíos, los hornazos y los mantecados de aceite que las manos delicadas de las mujeres de la casa, entre ellas las de la tía Esperanza, amasaban y daban forma, para que luego las clientas los colocaran con cariño en cestas y los taparan con blanquísimos paños, antes de guardarlos en las alacenas.


No han cambiado ni los nombres de las calles. Campanas, Cerón, Martínez Molina. Bernabé Soriano, conocida como la Carrera desde siempre, la han hecho peatonal. Echamos de menos al hombre que muchos años atrás, vendía cacahuetes con cáscaras y pelados, tapada la cesta para que se mantuvieran calientes. Hasta la placa de quien fuera nuestro médico pediatra, el doctor F. Luque, sigue en la fachada.


El mercado sí ha cambiado. Del viejo no queda nada. Pero el entorno es el mismo. Muy cerca está la calle Pescadería, donde nacimos las tres hermanas mayores. No está ya una pastelería, puerta con puerta de nuestra casa. Desde una de nuestras ventanas veíamos trabajar de noche a unos hombres vestidos de blanco, que nos parecían muy alejados de nuestros ojos y muy peligrosos, y que asociábamos con la bruja de la Casita de chocolate.


Sigue el colegio de la Amiga de Piedra, donde aprendimos las primeras letras, nosotras, nuestras primas, nuestra madre y nuestras tías. Y el de las Teresianas, donde acudiría años después, en una calle que sale de la Alcantarilla. Ya no está por ahí el comercio de los Guapos, donde nuestra madre me enviaba, de vez en cuando, a comprar café para no dormirse y coser durante casi toda la noche, en compañía de Mari Luz, su oficiala de ocho pesetas diarias.


Pequeños recuerdos de una infancia feliz que ha sido posible revivirla gracias a que Jaén, su parte vieja, sus barrios cobijados al amparo del castillo, de la vieja alcazaba, se ha mantenido reconocible y hermosa.