Es la hora de las alabanzas. Umbral ha muerto y sus colegas, aunque en vida –y en la intimidad- le hayan puesto a parir, cuando ya su pluma no es competencia, le dedican obituarios resaltando sus virtudes literarias. Las otras, las personales, si no las hay, se las inventan, y los defectillos los tratan con la benevolencia propia que otorga el adiós para siempre.
A mí Umbral no me gustaba. Supongo que es cierto eso de que escribía muy bien, pero me sucedía con él como con Cela, me es imposible separar la persona del escritor. Eso no debería ocurrir, pero tanto uno como el otro crearon el personaje para que se tuviera en cuenta, para que acompañara por siempre a su literatura, y lo consiguieron.
Supongo –se le notaba- que detrás de Umbral había un Francisco Pérez solitario y sólo, marcado por la infancia y todo eso que sucede a tantas personas. Él disfrazó la marca de esa infancia y en lugar de hacerlo de seriedad –no digo ya solemnidad- lo hizo de mala leche, frivolidad y soberbia, no puedo precisar en qué proporción porque no le conocía, ni tampoco me interesa demasiado.
Como mujer no puedo entender que se utilicen embozos dolorosos para las mujeres que han acompañado su vida y les han dado todo, renunciando a sus propios intereses, aficiones e ilusiones. Lo grave es que no se han quedado en embozos, ha sido –tanto en Umbral como en Cela- una forma de vivir, llegando, en el caso del último, a abandonar a su mujer de toda la vida, a la que le debía buena parte de lo que era, por una exlolita hortera. Umbral no lo hizo nunca, pero contaba con pelos y señales sus ligues, fueran reales o soñados.
Y es que eso vende, no calibro bien a quién, pero vende. La honestidad y seriedad de la vida privada de Delibes, por ejemplo, o de Juan Marsé, se considera sosa, no llega ni a lolitas que se desbragarían ante cualquier saco de grasa, ni a señoras insatisfechas que harían lo propio sólo por darse el gustazo de comentar con sus amigas que se han tirado a cualquier esperpento que escribe en el periódico y es muy famoso.
Después dejan detrás a sus viudas, algunas secuestradas por el síndrome de Estocolmo y otras respirando hondo. Recuerdo a Ivonne Hortet, la viuda de Carlos Barral, una señora como la copa de un pino, a quien sus hijos adoran porque la habían visto sufrir el ego del cónyuge.
Mis respetos a ella, a María España, al recuerdo de Rosario Conde, y tantas otras que han soportado lo indecible en aras de sus geniales consortes.
A mí Umbral no me gustaba. Supongo que es cierto eso de que escribía muy bien, pero me sucedía con él como con Cela, me es imposible separar la persona del escritor. Eso no debería ocurrir, pero tanto uno como el otro crearon el personaje para que se tuviera en cuenta, para que acompañara por siempre a su literatura, y lo consiguieron.
Supongo –se le notaba- que detrás de Umbral había un Francisco Pérez solitario y sólo, marcado por la infancia y todo eso que sucede a tantas personas. Él disfrazó la marca de esa infancia y en lugar de hacerlo de seriedad –no digo ya solemnidad- lo hizo de mala leche, frivolidad y soberbia, no puedo precisar en qué proporción porque no le conocía, ni tampoco me interesa demasiado.
Como mujer no puedo entender que se utilicen embozos dolorosos para las mujeres que han acompañado su vida y les han dado todo, renunciando a sus propios intereses, aficiones e ilusiones. Lo grave es que no se han quedado en embozos, ha sido –tanto en Umbral como en Cela- una forma de vivir, llegando, en el caso del último, a abandonar a su mujer de toda la vida, a la que le debía buena parte de lo que era, por una exlolita hortera. Umbral no lo hizo nunca, pero contaba con pelos y señales sus ligues, fueran reales o soñados.
Y es que eso vende, no calibro bien a quién, pero vende. La honestidad y seriedad de la vida privada de Delibes, por ejemplo, o de Juan Marsé, se considera sosa, no llega ni a lolitas que se desbragarían ante cualquier saco de grasa, ni a señoras insatisfechas que harían lo propio sólo por darse el gustazo de comentar con sus amigas que se han tirado a cualquier esperpento que escribe en el periódico y es muy famoso.
Después dejan detrás a sus viudas, algunas secuestradas por el síndrome de Estocolmo y otras respirando hondo. Recuerdo a Ivonne Hortet, la viuda de Carlos Barral, una señora como la copa de un pino, a quien sus hijos adoran porque la habían visto sufrir el ego del cónyuge.
Mis respetos a ella, a María España, al recuerdo de Rosario Conde, y tantas otras que han soportado lo indecible en aras de sus geniales consortes.
3 comentarios:
Y sin embargo es cierto que fue un gran escritor, que inventó palabras, que escribió alguna novela muy buena. Pero también es cierto que no le bastaba con eso y hubo de crearse un personaje en parte antipático aunque no tan odioso como Cela.
Cada vez que leo a Isabel Goig me ratifico en que es una escritora lúcida, y no lo digo por la amistad que nos une. Hay escritores lúcidos y lucidos. (La importancia de una tilde). Los últimos, aunque escriban bien, son los que anteponen al personaje a su obra. Su egolatría les hace desbordar su creación, y llaman la atención a toda costa. Los primeros -Delibes, Marsé, efectivamente- se mantienen en un discreto segundo plano, lo que, para mí, aumenta su valor. Impagable, por ejemplo, "Los santos inocentes", uno de los mejores retratos del caciquismo, que yo sepa. A Umbral, al igual que a Cela, los exabruptos y descalificaciones -por ej. contra Pérez-Reverte, quien le contestó muy bien a aquél- no aumentaron el valor de su obra. Cela, además, fue un chivato. Gracias por tu página, Isabel.
Yo también prefiero a Marsé y a Delibes, desde luego, pero leía con mucho gusto alguna columna de Umbral. Creo que en el fondo era un ser solitario que no supo superar su orfandad y la muerte de su hijo.
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