Tirso y su familia habían celebrado la Nochebuena con la dignidad que requería la fiesta. Su madre, dos días antes, había sacrificado el mejor pollo que vivía libre, picoteando por entre los guijarros de la calle. Después de orearse había aprovechado todo de él. La sangre la había frito con cebolla y pimientos. El cuello, las escarbaderas, la parte más fina de las alas y la molleja, junto con huesos de la reciente matanza del cerdo, habían ido a parar al caldo para hacer sopa de albondiguillas. Y el resto, bien guisado, para el segundo plato. Ese año, madre la había añadido ciruelas secas y almendras, según una receta de doña Cristina, una maestra llegada de la parte rural de Tarragona.
Pero claro, eran siete, y Tirso, el pequeño, tendría que lidiar con los hermanos por una tajada mejor. Menos mal que el dueño del ganado les había regalado turrón y unos días antes su madre había cocido tortas de chicharrones junto con el pan.
Tirso estaba extasiado escuchando a los mayores cantar el estribillo de las “cantinelas”: “ardía la zarza y no se quemaba, la Virgen María doncella y preñada. Ardía la zarza y no se quemó, la Virgen María doncella y parió”. Se preguntaba por el significado de esas palabras escuchadas a los chicos mayores entre susurros y risas. Para él parir y preñar eran los conceptos más claros del mundo aplicados a los animales y no entendía porqué les hacía tanta gracia a los mayores. En fin, cosas raras. Tomaba a sorbitos un culillo de anís que su padre le había echado en una copa pequeña, cuando su madre le dijo que ese año le tocaba a él obsequiar a los animales con el “nochebueno”, mientras colocaba en sus manos un plato con un trozo pequeño de lo mismo que ellos habían cenado.
Lo había visto hacer todos los años, y ahora era él el honrado, a quien ya consideraban mayor para llevar a cabo algo tan importante como llevarles al buey y la mula los presentes, el “nochebueno”, para que ellos también gozaran esa noche y para agradecerles el trabajo que, a lo largo del año, habían realizado por él y por toda la familia.
Camino de la cuadra iba Tirso con una cazuela de barro simétricamente dividida en dos, y en cada lado un trocito de pollo, dos albondiguillas, unas uvas y hasta un poco de turrón. Y a él su estómago aún le pedía algo más. No quería mirar la cazuela, pero los ojos no le respondían. Un trozo de pollo era el de la rabadilla, su preferido. No, no, eso era para la Torda y el Rojo. Pero no sabían hablar… Miró hacia atrás, nadie. No pudo evitarlo, se llevó a la boca el trozo de pollo. Volvió a mirar la cazuela, la mano se iba sola a la albondiguilla, y sola, sin que él tuviera nada que ver, aparecía en la boca.
Cuando estuvo delante de la mula y el buey, en la cazuela sólo quedaban las uvas. Él mismo acercó las frutas a las bocas de los animales, mientras les susurraba al oído: “no le digáis nada a madre, mañana os daré mi trozo de pan”. La Torda y el Rojo le miraron con ojos indiferentes y, ya despiertos, se acercaron al pesebre para comerse una buena ración de paja.
1 comentario:
Estas bonitas historias deberían ser de obligada lectura en los colegios e institutos de Soria para que los pequeños y los no tanto conozcan su pasado, usos y costumbres. No caerá esa breva, claro.
Publicar un comentario