domingo, diciembre 04, 2011

El Tirso, el Zacarías y el Abilio, en la Casa del Concejo



Sería allá por los años sesenta cuando aparecieron por la Casa del Concejo de un pueblo del Sur de la provincia de Soria, seis señores muy bien trajeados, de la capital, pero de la grande, o sea de Madrid. Dos de ellos eran marqueses o algo así, y los otros cuatro gentes del gobierno, alguno diputado por Soria nacido en Ciudad Real. Los días previos a esta visita todo fue un ir y venir del Concejo convocando a hacendera, a fin de limpiar la sala a fondo, colocar sillas para todos los que quisieran asistir al acto –que nadie sabía bien de lo que se trataba- y, sobre todo, colocar tres estufas para que los señores extranjeros de la capital no pasaran ni pizca así de frío.
Era dado pensar que ante tal evento, todo el pueblo asistiría. Cualquier ocasión era buena para dejar la monotonía, y en este caso, con señores nobles enfrente mucho más. Pero llegado el día, medio pueblo andaba de matanza y el otro ayudando. La matanza del cerdo era por entonces sagrada. Los chavales hubieran asistido a gusto, pero tenían prohibida la entrada. Así que, los seis señores se colocaron en la mesa situada encima de la tarima y el Tirso, el Zacarías y el Abilio, que sumaban los tres más de doscientos cincuenta años, lo hicieron enfrente. El alcalde, encogido en un extremo de la mesa, avergonzado, decidió esperar media hora más, mientras todos, menos los tres del público, encendían unos cigarros habanos cuyo humo convirtió la sala en una calle de Londres. Los tres del público liaban sus cigarrillos, bastante cabreados ante la descortesía de los visitantes, que no les habían ofrecido uno de esos que olían a gloria.
Transcurrida la media hora sin que apareciera nadie más, comenzó la charla. Se trataba de desecar la laguna que ocupaba una gran extensión, con argumentos tales como que provocaba fiebres y que esas tierras, una vez libres de agua, serían muy buenas para el cultivo. Además, si consentían, llevarían al pueblo una oficina para regular la pureza del aire.
El Tirso era muy desconfiado, el Zacarías muy filósofo y el Abilio muy bruto, a pesar de la edad. Zacarías interrumpió para decir que aquella laguna había sido la despensa del pueblo durante generaciones, gracias a los animales de escama y pluma que se criaban y, además, los médicos decían que lo de las fiebres era cosa del ganado lanar que, al mojarse, contagiaban a los humanos. Hubo respuesta, naturalmente, pero el Zacarías siguió diciendo que lo de la pureza del aire no se entendía ni poco ni mucho, pues allí, salvo las chimeneas de las casas, nada enturbiaba el aire del pueblo, ni de los otros, y para qué una oficina de esas. Hubo respuesta, naturalmente.
Tirso, el desconfiado, dio en el quid de la cuestión, al preguntar para quién o quienes sería la propiedad de las tierras una vez desecada la laguna, y ahí todo fue un tartamudear, mover el culo y esparcir la ceniza de los cigarros. Y es que el Tirso había escuchado que años atrás, la tierra que sostenía a la laguna había sido adquirida por una sociedad, y les preguntó si ellos eran los representantes de esa sociedad. Y de nuevo meneos, sacudidas de ceniza y tartamudeos.
Hemos dicho que Abilio era muy bruto y no se andaba con tonterías, así que, comprendiendo la situación, se levantó sobre sus piernas todavía fuertes, agarró la cachava y, con ella en ristre, se dirigió a la mesa diciendo que si no salían del pueblo en ese momento por sus propios medios, lo harían en camilla.
Se fueron, desde luego, renegando de la brutez de las gentes del lugar, pero volvieron años después, y desecaron la laguna, y las tierras eran de ellos, efectivamente, y este hecho quedó en la memoria como una cacicada más. Cacicada que sólo Abilio viviría para ver, Tirso y Zacarías ya habían muerto. Y como Abilio tenía una finca en la linde con la laguna, buscó las viejas escrituras, pues le sonaba a él que años atrás el agua estaba más mermada y su finca era más grande.
Litigó con ellos y consiguió unos metros más. Poco tiempo antes de morir, con casi cien años, hizo colocar en su finca una cruz de piedra donde había grabado, con sus propias manos “Así nos luce el pelo. Hasta aquí antes llegaba la laguna. Ahora os jodéis sin sanguijuelas”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bonita y curiosa historia. Por cierto, caciques de parecida laya siguen pululando en estos tiempos y no vendría mal que, al mismo tiempo, abundasen los "abilios" que les ajustasen las cuentas a garrotazos. Porque, sí, cabreados e indignados andamos, pero nos siguen tomando el pelo día a día, en general y cada cuatro años, en particular. ¿O no?
Germán Ortigosa