domingo, marzo 12, 2017

Hacia la memoria



En una bifurcación una señal de color rosa fucsia indica dos direcciones: Poblado de Santa Cristina una, Castillo Otíñar otra. La del poblado, al que no se podrá acceder algo más arriba, muestra las siluetas de la torre de una iglesia y de algunos edificios. Se trata de una señal estándar que no debe llevar a confusión. Nada ha resistido a la piqueta demoledora salvo unos cuantos cascotes, casi todos de la casa de los señores, los amos, tal vez por aquello del respeto.

Se trataba de disfrutar la excursión, de situar la vida de nuestros mayores en el lugar que se produjo, por lo que obviaré, de momento, la frustración que supone el lugar arrasado. Y esa salida comenzó con un café en el Puente de la Sierra en compañía de Juan Carlos, Mari, Félix, Conchi y yo, descendientes de otiñeros, unidos por parentescos lejanos y por afectos recientes. Traté de convertirme en mi madre, en mis abuelos, en la bisabuela Juliana, la cosaria, quien, con su borriquillo, recorría el camino de Otíñar a Jaén portando encargos. Pero mis ojos veían parajes impresionantes, que ya había visto en otra ocasión con Leonor, mi hija, aunque entonces, al no ser nombrados sólo podían ser recordados en su totalidad, como un conjunto. Ahora nos los iban describiendo: “El Vítor”, “El Calar del Vítor”, “La Bríncola”, “Peñón Colorao”, “Collado de los Bastianes”, “Pico del Fraile”, “Las Alcandoras”, “La Bríncola”, “Las vegas bajas”... Los nombres me sonaban a madre, a partir de ese día podré distinguirlos.



El camino, bordeado de una vegetación que en marzo ya florece, mezcla de exuberancia andaluza y hondura serrana, nos iba mostrando el torvizcón o torovico para la construcción de chozas, oxicedros para la techumbre de las casas, ailagas o ginesta, espárragos silvestres..., todo nos lo iba descubriendo Juan Carlos. Pisábamos sobre los cascotes de las pobres casas derruidas, triturados para hacer camino.



Cuando la majestad del paisaje dejó paso al entorno familiar, recordé a la abuela Juliana y sus numerosos hijos, tíos-abuelos nuestros, a la abuela Carmencica la Requena y su hija, la abuela Rafaela, y las ramas de pobladores que hace dos siglos se instalaron en aquel espacio magnífico que tal vez tardarían años en poder abarcar. Y allí, los cinco, chocamos con la realidad de un cartel donde se leía “Prohibido el paso”, o algo similar. Juan Carlos, Mari y Félix ya lo conocían, Conchi y yo, no, aunque me sonaba de aquel viaje diez años atrás. Algunos se volvieron pero yo quería seguir y seguí. No fue un acto de rebeldía, lo fue de querencia, de necesidad de acercarme a aquellas piedras, a aquellas paredes, pocas, que ha dejado la piqueta, en su inmisericorde intento de borrar cualquier huella de ocupación humana reciente. Sentí que también me pertenecían, no materialmente, pero sí por un sentimiento que va mucho más allá de los intereses materiales. Porque allí, en algún lugar, entre las piedras caídas, fui concebida, y porque todo aquello formó parte a lo largo de mi vida de las conversaciones con mi madre, del imaginario familiar que va desde el café de puchero de las bisabuelas, hasta los albérchigos de las huertas recogidos del mismo árbol que unos días después se cogerían los que se llevaban a la casa de la calle de la Espiga, como primicias, a los “amos”.



Después, dejé mis sentimientos entre aquellas ruinas, que ya junto con los de mis antepasados, formarán un todo para que algún día mis hijos y mis nietos recuerden que su madre y abuela también, además de ser concebida, forma parte de lo que por entonces será sólo solar, como diría Quevedo, polvo, mas polvo enamorado. Salimos hacia el Covarrón, impresionante pared rocosa por donde el agua cae y mancha, dejando en ella las impurezas, si las hubiera, y pasa a formar arroyo y cazoletas donde las otiñeras acudían a lavar, a dejar la ropa más blanca que la nieve, con el jabón hecho en casa, el sol y el azulete. 

 

Fue en el cementerio, pequeño, donde la rabia y la frustración casi me ahogaban. No soy creyente, pero sí que, con seguridad, lo serían la mayoría de los otiñeros. Borrar también la memoria de los huesos que yacían allí, es algo ruin y miserable. No sé quién o quiénes han sido los culpables, pero cuando en media España se lucha por abrir las fosas de la Guerra Civil y darles sepultura digna, un espacio donde los familiares puedan llevar unas flores o una lágrima, en el cementerio de Otiña, donde yacían varias generaciones, los hacen desaparecer. Sería tan delito lo uno como lo otro, si en algún momento se llegara a saber el nombre o los nombres de los malnacidos que han cometido ese crimen. Se alzaban unas cruces, humildes, me contaba la madre, tampoco están. Los enterramientos de los señores sí los han conservado. Han convertido el pequeño cementerio en un mausoleo particular. Ni los huesos de los colonos deben estar cerca de los de los señores. Miseria espiritual. Alguien, en un rincón, depositó la urna con cenizas y la rodeó de flores, fue en el 2007. Sintió que a sus restos les correspondía también ese espacio.

Siguió la excursión, hasta el abrigo del Toril, pero el volver a recordar el expolio del cementerio, me ha dejado sin palabras. Otra vez será.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Aunque uno no conozca el lugar, ni vivencias personales en aquel entorno, las líneas que comento dejan un poso de emoción por su hondura y por lo que explican y significan. No es una historia más de los numerosos pueblos abandonados de nuestro país, es, también, la historia del caciquismo secular de una Andalucía de "amos", "señoritos" o "caciques" -tres en uno, como el lubricante- y su concepción de las personas y su vida -siervos, para ellos-. Miguel Delibes describe bien a unos y otros en su impagable "Los santos inocentes". Con Delibes me viene a la memoria el viejo dicho castellano: "Nadie es más que nadie", o aquel profundo pensamiento de Antonio Machado: "Por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre".(1) Paquillo Pajero
(1) Aviso -¿obvio?- a ultrafeministas: el genérico hombre abarca al género humano, incluída la mujer, que conste.

Anónimo dijo...

Hola Isabel. Emocionante todo lo que escribes sobre Otiñar, ese paraje que tanto te impresiona. Tengo aviso en mi ordenador y cuando publicas algo me falta tiempo para leerlo. Gracias
Ana Ramírez

Anónimo dijo...

No entiedo lo del expolio del cementerio. ¿Lo han destruido? ¿Qué ha pasado?
Ramiro

Anónimo dijo...

Que preguntas haces Juanma

Isabel Goig Soler dijo...

Lo que han expoliado no han sido los restos, desde luego, si no esas humildes cruces de hierro que indicaban el lugar donde cada cual se habia ganado su derecho a tener un espacio de tierra. No queda ni una. Ahora es el mausoleo de los señores.

Anónimo dijo...

¡Levántate, Jaén brava¡/sobre tus piedras lunares/ no vayas a ser esclava/ con todos tus olivares/ Andaluces de Jaén... (Jaén perdió la oportunidad de levantarse con la derrota de la República, en la Guerra Civil, a pesar de que las apariencias hagan pensar lo contrario). El Bizco García.

Anónimo dijo...

Se levantó brava, pero le duró poco. Es el destino de los pobres.