¿Qué pasa por la cabeza de un ser humano cuando, cerilla en ristre, prende fuego acá y allá? ¿Y cuándo ver arder el bosque, la vida, el oxígeno, el bien más preciado para la vida? ¿Cuándo observa a los bomberos jugarse la vida y la salud tratando de remediar la catástrofe, sin conseguirlo hasta que el fuego ha devorado miles y miles de hectáreas? ¿Y cuándo ve a las personas llorar porque han perdido su casa y con ella su vida, su historia?
No puedo comprenderlo. Me dicen que en los arcanos del ser humano hay agazapado un pirómano, puesto que al tratarse de un trastorno sobre el control de los impulsos, a veces, a lo largo de nuestra vida, se puede presentar. Esto puedo entenderlo.
Pero también me comentan que la mayoría de los incendios no son provocados por pirómanos, sino por incendiarios, o sea, por gentuza que lo único que buscan es hacer daño. Son “El hombre de estos campos que incendia los pinares/y su despojo aguarda como botín de guerra,/antaño hubo raído los negros encinares,/talado los robustos robledos de la sierra”. Así los definió Antonio Machado a principio del siglo XX, y todavía sirve, y servirá, al parecer, por los siglos de los siglos.
Hay que decir, no obstante, que por aquellas fechas la conciencia ecológica no existía, o no era voceada. Que los bosques eran más compactos, que el peligro de la desaparición de ellos no se veía como algo peligroso, muy peligroso.
El terrible incendio de Guadalajara, hace algunos años, que se llevó por delante a doce personas, no fue provocado directamente, pero la culpa de que se incendiara el bosque la tuvieron un grupo de señoritos ociosos madrileños quienes, a pesar de las observaciones del guarda forestal, encendieron una barbacoa para degustar sabrosos productos a la brasa. Una imprudencia como otra cualquiera si no hubiera sido porque les costó la vida a muchas personas. El gilipollas de turno, que se autoinculpó en un gesto que le honraba, gracias a su abogado, donde dijo digo, dice diego, y no se sabe que habrá sido de él y de su conciencia, si es que la tiene. Ya lo dijo un escritor barcelonés del que no recuerdo su nombre “la delincuencia no acabará hasta que no entre en la cárcel el delincuente y su abogado”.
Estos de Canarias, que han achicharrado parte de las islas, al parecer han sido provocados. Uno de ellos, el más voraz, por un individuo, por un criminal, a quien no le gustó que le rescindieran el contrato de trabajo.
No sé de cuántos años –espero que sean años- será la sentencia, pero este delito lo es contra todos, no sólo contra el bosque y sus árboles. Yo, desde Soria o desde Creixell, me siento víctima de este delincuente. Sé que las cárceles están llenas de jóvenes que se han llevado mil, dos mil o cincuenta mil euros de un banco, o de chavales que “traficaban” con hachis. Estoy en contra de las cárceles, pero ya que existen, espero y deseo que se vacíen de muchos de los que ahora las habitan y se vayan llenando con esta gentuza.
No puedo comprenderlo. Me dicen que en los arcanos del ser humano hay agazapado un pirómano, puesto que al tratarse de un trastorno sobre el control de los impulsos, a veces, a lo largo de nuestra vida, se puede presentar. Esto puedo entenderlo.
Pero también me comentan que la mayoría de los incendios no son provocados por pirómanos, sino por incendiarios, o sea, por gentuza que lo único que buscan es hacer daño. Son “El hombre de estos campos que incendia los pinares/y su despojo aguarda como botín de guerra,/antaño hubo raído los negros encinares,/talado los robustos robledos de la sierra”. Así los definió Antonio Machado a principio del siglo XX, y todavía sirve, y servirá, al parecer, por los siglos de los siglos.
Hay que decir, no obstante, que por aquellas fechas la conciencia ecológica no existía, o no era voceada. Que los bosques eran más compactos, que el peligro de la desaparición de ellos no se veía como algo peligroso, muy peligroso.
El terrible incendio de Guadalajara, hace algunos años, que se llevó por delante a doce personas, no fue provocado directamente, pero la culpa de que se incendiara el bosque la tuvieron un grupo de señoritos ociosos madrileños quienes, a pesar de las observaciones del guarda forestal, encendieron una barbacoa para degustar sabrosos productos a la brasa. Una imprudencia como otra cualquiera si no hubiera sido porque les costó la vida a muchas personas. El gilipollas de turno, que se autoinculpó en un gesto que le honraba, gracias a su abogado, donde dijo digo, dice diego, y no se sabe que habrá sido de él y de su conciencia, si es que la tiene. Ya lo dijo un escritor barcelonés del que no recuerdo su nombre “la delincuencia no acabará hasta que no entre en la cárcel el delincuente y su abogado”.
Estos de Canarias, que han achicharrado parte de las islas, al parecer han sido provocados. Uno de ellos, el más voraz, por un individuo, por un criminal, a quien no le gustó que le rescindieran el contrato de trabajo.
No sé de cuántos años –espero que sean años- será la sentencia, pero este delito lo es contra todos, no sólo contra el bosque y sus árboles. Yo, desde Soria o desde Creixell, me siento víctima de este delincuente. Sé que las cárceles están llenas de jóvenes que se han llevado mil, dos mil o cincuenta mil euros de un banco, o de chavales que “traficaban” con hachis. Estoy en contra de las cárceles, pero ya que existen, espero y deseo que se vacíen de muchos de los que ahora las habitan y se vayan llenando con esta gentuza.
2 comentarios:
Creo que a los que provocan los incendios con intención habría que aplicarles la ley antiterrorista. A la larga, el daño repercute sobre todos los seres vivos. Por cierto, un/os gilipollas incendiaron el refugio cuasiceltibérico de Santana el 24/06/2007. Ese refugio lo construyó con su esfuerzo, para disfrute de todos, un hombre bueno, en toda la extensión de la palabra bueno, en el verano de 1975. Ese hombre; José Martínez, era mi padre. (+ 25/07/2007)
Tengo un amigo que dice que los incendiarios antes de ir a la cárcel deberían estar atados con cadenas apagando el incendio.
Hay que tener un alma muy negra para prender fuego a un bosque
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