El motivo del viaje, desde Tarragona, antes de volver a Soria, era visitar los últimos lugares del poeta sevillano y los últimos también de unos personajes históricos sobre los que he trabajado durante años, Jaume y Elisabet de Mallorca, esta última personaje principal de mi última novela, aún sin publicar. El poeta y los dos reyes coincidieron en Colliure, con siete siglos de diferencia. ¡Un humanista republicano y unos reyes guerreros juntos en las querencias!
Nada más cruzar la frontera deberíamos haber cogido el desvío a la derecha hacia Colliure, pero nos equivocamos y seguimos unos treinta kilómetros hacia delante. Agradecimos el error. Escuché una vez que algún presidente francés había dicho lo caros que le salían los agricultores, pero que ese desembolso merecía la pena, pues Francia parecía un jardín. Es cierto. Las carreteras secundarias están delimitadas por guardacantones de madera verdosa. Los arcenes aparecen cuidados, sin restos de comida lanzada desde los coches, ni paquetes de cigarrillos vacíos, ni botellas de plástico. Las casas de los pueblos pequeños muestran sus fachadas perfectamente pintadas. Y algo maravilloso, no se ponen nerviosos al volante, por lo que los claxons parecen no existir. Recorríamos, hasta que nos dimos cuenta del error, la ruta del vino. En todas las comarcas vitivinícolas, asociadas en el Mediterráneo con el olivo, las viñas y la tierra que las rodean aparecen tan humanizadas, tan mullidas y tan cuidadas, que parece estemos caminando por el jardín de nuestra casa. Vimos olivos centenarios y otros a los que sólo le habían dejado una copa redonda y perfecta. Parece como si los campesinos jugasen con los cultivos.
Dicen que a un pueblo se le conoce cuando se come su pan y se bebe su vino. Ampliándolo podríamos decir que viajar es, también, comer lo que cocinan, beber el vino que producen y saber cuál es su actividad principal. En cualquier viaje no se puede separar el apartado cultural del festivo o ritual, todo es Cultura. La parte del Rosellón que hemos visitado se dedica, en especial, a la viña, son productores de vino. En Colliure, además, salan anchoas desde hace muchos años, como en La Escala, de Gerona. Tanto unas como las otras, no son esos filetes delgados y muy salados a los que estamos acostumbrados, no, se nota que están elaboradas a mano, todavía les queda en el lomo un tinte azulado, esto, y la sal, en su justa medida, hacen de las anchoas de Colliure, un producto exquisito. La Cultura, tanto de Perpinyà como de Colliure, es tan catalana como francesa. Bailan sardanas, encienden hogueras, muchos hablan catalán y en Perpinyà las calles están rotuladas en este idioma y en francés. Nos sentíamos en casa.
Colliure, Colibre, Puerto libre, apareció ante nuestros ojos como el pequeño pueblo mediterráneo que es, como una enorme postal coloreada, protegido por el robusto castillo y bañado por la mar azulona, oscura, que le da el fondo de piedras casi negras. Mirando esa mar, a unos metros, sola y también coloreada, estrecha, está la casa donde murió Antonio Machado. La rodeamos con emoción, tratando de averiguar cual era la ventana de la habitación del poeta. La casa está abandonada, algunas hojas secas de los plataneros que la rodean intentan entrar en ella. La tierra que rodea a Colliure está plantada de viñas, aterrazadas, mediterráneas, a dos pasos de Pirineo. Rodean también la casa de Mme. Quintana. Colibre es uno de esos pueblos mediterráneos objeto del deseo de cuantas civilizaciones han pasado por su litoral. Y todos, de una manera u otra, le han engrandecido, hasta llegar a nuestros tiempos, cuando sus habitantes, conscientes de la belleza de ese pequeño rincón, han decidido mantenerlo alejado de la piqueta hortera, del ladrillo vulgar, aportando al pasado la elegancia y delicadeza de sus preciosos edificios.
El primer vino que bebimos, en la terraza de uno de los establecimientos del paseo que conduce a la mar (no se puede fumar en ningún establecimiento) fue un Padreils 2006, Colliure, de Les Dominicans, blanco, aromático, bajo de grados. Hicimos alguna pregunta a un señor de ojos azules, boina, botas puntiagudas y decoradas, que parecía salido de la copla de Concha Piquer, Tatuaje. Se rió de nuestra pregunta, no recuerdo cuál era, y la respondió un cubano que estaba junto a él. Era miércoles y no había turismo, la gente, yendo y viniendo de sus quehaceres, vestía como lo hacen con temperaturas de entretiempo, unos con abrigos y a otros en mangas de camisa. El ambiente era una mezcla de hogar e historia, como esas casonas de piedra con los techos muy altos, pero con grandes chimeneas encendidas y sillones mullidos alrededor de ellas.
Bajamos hasta la playa de San Vicens en busca del “sol de la infancia” de Machado. Había que probar las anchoas de Colliure. En una terraza de nuevo, flanqueadas por el castillo construido en los albores de Catalunya por el conde de Roussillò, y al otro lado, cerrando la pequeña ensenada, el campanario de la iglesia que fue faro, redondo, alto, saliendo del agua, ojo avizor señalando puerto y reposo. Allí fue el vino Cotes du Roussillon. Don Brial 2006, medalla de oro París, 2007, con uvas garnacha, malvasía y macabeu, las mismas que utilizan para el blanco del Penedès. Y una bandeja cuadrada con hortalizas, paté de aceitunas y anchoas saladas y en vinagre flojo, regado con aceite de oliva, que también tienen. Agricultura mediterránea, no lo olvidemos.
Las calles de Colliure recordaban a Luisa las de Peñíscola en tiempos, cuando el turismo no había destrozado la villa levantina. En Colliure no han permitido que eso suceda. Las casas de pescadores ya no están, pero en su lugar han hecho un paseo y colocado establecimientos que no desentonan con las casas que les respaldan, de dos o tres pisos, pintadas con los suaves colores de la mar, de los cultivos y de la tierra. El resto de calles son estrechas, empinadas, algunas con escaleras, iluminadas con farolas en forma de quinqués, contraventanas de colores que abren hacia fuera y piedra lisa en el suelo. La calle Fraternité o de Les Estables, muestra ateliers d’art, casas pintadas en rosa, naranja y amarillo, con contraventanas verdes, y al final un arco de piedra que enlaza con otra calle escalonada. Pese a la estrechez y oscuridad de la calleja, sus ventanas y puertas están llenas de macetas con flores. Como la tumba de Antonio Machado, como todo el hermoso cementerio viejo, en el centro del pueblo, muy francesa esa costumbre.
En Francia se cena pronto, aunque sea en Colliure, tan cerca de Catalunya. También se cena pronto en Catalunya. La gente trabaja y se levanta con el sol, en Colliure a las siete está todo cerrado. Hay muchos restaurantes, pequeños, sin bar, la mayoría de ellos con mesitas para dos. Junto al hotel Templarios, donde nos alojamos, hay lo que en España llamaríamos chiringuito. Se llama Maison Annaïc Noblet. Tiene una gran terraza hasta donde llega la humedad de la mar. Ofrecen lo que nosotras llamaríamos crêpes salados y ellos galletas. Gallettes de sarrasin, grandes, cuadradas, hechas con trigo negro, de tradición bretona, dicen. Las sirven abiertas y dentro lo que hayas pedido, desde vísceras adobadas, a patés, huevos, quesos. Exquisitas. Las comimos acompañadas de un vino rosado ecológico, de color rojo pajizo, con regusto a frambuesa madura. No hay que perderse el choucheu, agua miel de miel fermentada.
Dos días después nos costó marchar. Pero debíamos coger el camino de los exiliados a la inversa, atravesar el Pirineo por Le Perthus, donde una moderna pirámide recibe y despide al visitante. Al fin y al cabo todo es lo mismo, Mediterráneo, Ampurdá, Creixell. El mar que nos une. Volveremos.
Nada más cruzar la frontera deberíamos haber cogido el desvío a la derecha hacia Colliure, pero nos equivocamos y seguimos unos treinta kilómetros hacia delante. Agradecimos el error. Escuché una vez que algún presidente francés había dicho lo caros que le salían los agricultores, pero que ese desembolso merecía la pena, pues Francia parecía un jardín. Es cierto. Las carreteras secundarias están delimitadas por guardacantones de madera verdosa. Los arcenes aparecen cuidados, sin restos de comida lanzada desde los coches, ni paquetes de cigarrillos vacíos, ni botellas de plástico. Las casas de los pueblos pequeños muestran sus fachadas perfectamente pintadas. Y algo maravilloso, no se ponen nerviosos al volante, por lo que los claxons parecen no existir. Recorríamos, hasta que nos dimos cuenta del error, la ruta del vino. En todas las comarcas vitivinícolas, asociadas en el Mediterráneo con el olivo, las viñas y la tierra que las rodean aparecen tan humanizadas, tan mullidas y tan cuidadas, que parece estemos caminando por el jardín de nuestra casa. Vimos olivos centenarios y otros a los que sólo le habían dejado una copa redonda y perfecta. Parece como si los campesinos jugasen con los cultivos.
Dicen que a un pueblo se le conoce cuando se come su pan y se bebe su vino. Ampliándolo podríamos decir que viajar es, también, comer lo que cocinan, beber el vino que producen y saber cuál es su actividad principal. En cualquier viaje no se puede separar el apartado cultural del festivo o ritual, todo es Cultura. La parte del Rosellón que hemos visitado se dedica, en especial, a la viña, son productores de vino. En Colliure, además, salan anchoas desde hace muchos años, como en La Escala, de Gerona. Tanto unas como las otras, no son esos filetes delgados y muy salados a los que estamos acostumbrados, no, se nota que están elaboradas a mano, todavía les queda en el lomo un tinte azulado, esto, y la sal, en su justa medida, hacen de las anchoas de Colliure, un producto exquisito. La Cultura, tanto de Perpinyà como de Colliure, es tan catalana como francesa. Bailan sardanas, encienden hogueras, muchos hablan catalán y en Perpinyà las calles están rotuladas en este idioma y en francés. Nos sentíamos en casa.
Colliure, Colibre, Puerto libre, apareció ante nuestros ojos como el pequeño pueblo mediterráneo que es, como una enorme postal coloreada, protegido por el robusto castillo y bañado por la mar azulona, oscura, que le da el fondo de piedras casi negras. Mirando esa mar, a unos metros, sola y también coloreada, estrecha, está la casa donde murió Antonio Machado. La rodeamos con emoción, tratando de averiguar cual era la ventana de la habitación del poeta. La casa está abandonada, algunas hojas secas de los plataneros que la rodean intentan entrar en ella. La tierra que rodea a Colliure está plantada de viñas, aterrazadas, mediterráneas, a dos pasos de Pirineo. Rodean también la casa de Mme. Quintana. Colibre es uno de esos pueblos mediterráneos objeto del deseo de cuantas civilizaciones han pasado por su litoral. Y todos, de una manera u otra, le han engrandecido, hasta llegar a nuestros tiempos, cuando sus habitantes, conscientes de la belleza de ese pequeño rincón, han decidido mantenerlo alejado de la piqueta hortera, del ladrillo vulgar, aportando al pasado la elegancia y delicadeza de sus preciosos edificios.
El primer vino que bebimos, en la terraza de uno de los establecimientos del paseo que conduce a la mar (no se puede fumar en ningún establecimiento) fue un Padreils 2006, Colliure, de Les Dominicans, blanco, aromático, bajo de grados. Hicimos alguna pregunta a un señor de ojos azules, boina, botas puntiagudas y decoradas, que parecía salido de la copla de Concha Piquer, Tatuaje. Se rió de nuestra pregunta, no recuerdo cuál era, y la respondió un cubano que estaba junto a él. Era miércoles y no había turismo, la gente, yendo y viniendo de sus quehaceres, vestía como lo hacen con temperaturas de entretiempo, unos con abrigos y a otros en mangas de camisa. El ambiente era una mezcla de hogar e historia, como esas casonas de piedra con los techos muy altos, pero con grandes chimeneas encendidas y sillones mullidos alrededor de ellas.
Bajamos hasta la playa de San Vicens en busca del “sol de la infancia” de Machado. Había que probar las anchoas de Colliure. En una terraza de nuevo, flanqueadas por el castillo construido en los albores de Catalunya por el conde de Roussillò, y al otro lado, cerrando la pequeña ensenada, el campanario de la iglesia que fue faro, redondo, alto, saliendo del agua, ojo avizor señalando puerto y reposo. Allí fue el vino Cotes du Roussillon. Don Brial 2006, medalla de oro París, 2007, con uvas garnacha, malvasía y macabeu, las mismas que utilizan para el blanco del Penedès. Y una bandeja cuadrada con hortalizas, paté de aceitunas y anchoas saladas y en vinagre flojo, regado con aceite de oliva, que también tienen. Agricultura mediterránea, no lo olvidemos.
Las calles de Colliure recordaban a Luisa las de Peñíscola en tiempos, cuando el turismo no había destrozado la villa levantina. En Colliure no han permitido que eso suceda. Las casas de pescadores ya no están, pero en su lugar han hecho un paseo y colocado establecimientos que no desentonan con las casas que les respaldan, de dos o tres pisos, pintadas con los suaves colores de la mar, de los cultivos y de la tierra. El resto de calles son estrechas, empinadas, algunas con escaleras, iluminadas con farolas en forma de quinqués, contraventanas de colores que abren hacia fuera y piedra lisa en el suelo. La calle Fraternité o de Les Estables, muestra ateliers d’art, casas pintadas en rosa, naranja y amarillo, con contraventanas verdes, y al final un arco de piedra que enlaza con otra calle escalonada. Pese a la estrechez y oscuridad de la calleja, sus ventanas y puertas están llenas de macetas con flores. Como la tumba de Antonio Machado, como todo el hermoso cementerio viejo, en el centro del pueblo, muy francesa esa costumbre.
En Francia se cena pronto, aunque sea en Colliure, tan cerca de Catalunya. También se cena pronto en Catalunya. La gente trabaja y se levanta con el sol, en Colliure a las siete está todo cerrado. Hay muchos restaurantes, pequeños, sin bar, la mayoría de ellos con mesitas para dos. Junto al hotel Templarios, donde nos alojamos, hay lo que en España llamaríamos chiringuito. Se llama Maison Annaïc Noblet. Tiene una gran terraza hasta donde llega la humedad de la mar. Ofrecen lo que nosotras llamaríamos crêpes salados y ellos galletas. Gallettes de sarrasin, grandes, cuadradas, hechas con trigo negro, de tradición bretona, dicen. Las sirven abiertas y dentro lo que hayas pedido, desde vísceras adobadas, a patés, huevos, quesos. Exquisitas. Las comimos acompañadas de un vino rosado ecológico, de color rojo pajizo, con regusto a frambuesa madura. No hay que perderse el choucheu, agua miel de miel fermentada.
Dos días después nos costó marchar. Pero debíamos coger el camino de los exiliados a la inversa, atravesar el Pirineo por Le Perthus, donde una moderna pirámide recibe y despide al visitante. Al fin y al cabo todo es lo mismo, Mediterráneo, Ampurdá, Creixell. El mar que nos une. Volveremos.
Colliure y los últimos días de Machado: