A lo largo de un año he visitado, de manera periódica, una prisión. Importa poco decir cuál, pues más o menos todas funcionan de forma parecida, y por otro lado no es el objeto de este comentario dar a conocer ese funcionamiento, siempre desde el punto de vista de los internos.
El hablar con presos, ya sea con rejas y cristales por medio o por teléfono, el conocer sus historias, el mirar sus ojos para tratar de adivinar cuándo mienten o cuándo no –como el resto de los humanos-, el leer sus cartas, el interesarme por otros jóvenes que, ya libres, han pasado por los centros penitenciarios, me llevó a escribir una novela –“Veintiséis años y un día”- que, posiblemente, no vea nunca las letras de imprenta. Sobre todo, me hizo pensar, y mucho, en las causas que llevan a nuestros jóvenes, sobre todo a ellos, a delinquir, y a la función de las cárceles en la sociedad.
Sobre esta función, está casi todo dicho en tratados de Psicología, Psiquiatría y Sociología, y divulgado en revistas científicas. Hay teorías para todos los gustos, desde las que, auspiciadas por el poder –sea el que sea- ven en las cárceles lugares donde los hombres allí encerrados van a formarse espiritualmente, hasta las más críticas que abogan por los regímenes abiertos. Y si nos remontamos a la época en que los libertarios rozaron la felicidad -¡a qué no decirlo¡- pero por tan poco tiempo, la teoría –a la que me uno- es que la mejor cárcel es la que no existe. Creo que en esta línea podríamos inscribir la teoría de la revista Panóptico y otras publicaciones auspiciadas desde la extinta COPEL, que recogen de primera mano el problema y la falta de soluciones interesantes.
Los centros penitenciarios son, por ejemplares que quieran aparecer a la sociedad, lugares donde los allí encerrados pagan su deuda con la sociedad, y no un lugar para rehabilitarse e incorporarse con pleno derecho a la sociedad en la que vivimos. Porque, recurriendo al mundo platónico, una cosa son las leyes y su filosofía –o sea, la Idea- y otra distinta la aplicación de la misma, llevada a cabo (en esta como en cualquier otro ámbito) por seres humanos, con tantas interpretaciones de la letra como cabezas pensantes existen dentro de esos centros o cualesquiera otros.
Pero ¿qué deuda es la que pagan los internos de las prisiones a la sociedad que ésta, a su vez, no tenga con ellos? ¿Y a qué tipo de sociedad nos estamos refiriendo? ¿A esa que es capaz de colocar en un espacio de apenas quinientos metros cuadrados –aludo a una estación de autobuses, pero valdría para otros recintos- ¡cuarenta y dos carteles prohibiendo algo!? Tal vez nos estemos refiriendo a esa otra que tiene a determinados medios de comunicación como portavoces de los poderosos, como el escaparate de lo que inventan y recrean miles y miles de mentes al servicio del capital salvaje en aquel lejano país que domina al mundo, como la ventana por la que se asoman políticos más malvados que la madrastra de Blancanieves, para forzar guerras, votos y voluntades, para mentir y manipular, para hacerse con el botín en las urnas de las mentes más primarias y dóciles. Y qué decir de esa sociedad que coloca el listón alto, altísimo, un listón que los adolescentes y jóvenes, al pensamiento de ¿y por qué yo no puedo?, intentan alcanzarlo al precio que sea, aunque al final sean las rejas.
Pertenezco a ese grupo de personas que piensa, sin rubor alguno, que la sociedad es la mayor culpable –que no la única- de lo que ha sucedido, sucede y sucederá, entendiendo por sociedad a casi todos los que la componen y, por supuesto, yo misma. Nadie, pues, desde mi punto de vista, está libre de culpa. La sociedad somos todos, no es un ente abstracto en cuanto está perfectamente definida, estructurada y compuesta por seres humanos.
Cuando me refiero a la sociedad lo hago partiendo de la célula por excelencia, la familia, desde su núcleo central hasta todo lo que cada cual considere que este concepto deba abarcar, siguiendo por el pueblo, la ciudad, el país, la Iglesia y, por encima de todos, los políticos, esos encargados de regir y administrar los destinos de un país, cuanto más cohesionado, cuanto más dócil, cuanto más integrado en un sistema del cual ellos también son víctimas a la vez que verdugos, mejor.
Hasta ahora la mayoría de las familias funcionan jerarquizadas, y desde ellas, núcleo pequeño, se forman las otras instituciones, hasta la cúpula, sin solución, a no ser por vía de revolución. En las familias aparecen desde la madre castrante preocupada por la gente de su círculo social, pasando por el padre que quiere hacer al hijo a imagen y semejanza suya, a la fuerza si fuera menester y, cuando no lo consigue, le abandona a su suerte a la voz de “con este no hay quien pueda”. Es la misma conducta que después se va a reproducir en las otras instituciones incluidas, por supuesto, las prisiones.
Por eso creo con firmeza que el delincuente no nace, lo hacen, y además, delinque contra un sistema falso y carente de valores, por lo tanto en este caso, los conceptos también deberían ser revisados y adaptados.
Yo no puedo enfrentarme a un joven de apenas treinta años que se nos acerca a Luisa y a mí en la plaza del Pi de Barcelona a pedir un cigarro, con la piel ulcerada y los ojos vidriosos, y decirle que solamente él es culpable de lo que le sucede. Cuando, llegados a esa edad en que cada uno es responsable de su cara, casi siempre, si se ha llegado en circunstancias imposibles, nadie puede hacerse responsable de nada, ni de uno mismo.
Tampoco puedo cargar la culpa de su propia vida sobre Ernesto, Abel, “el Loco”, Práxedes y tantos otros que se pudrieron comidos por el SIDA y la droga en una cárcel concreta de una ciudad concreta, sabiendo, como sé, que quien entraba la droga era alguien encargado precisamente de evitarlo, aunque ella está ya dentro, pagando su deuda.
Por no hablar de los presos políticos que han sido, son y serán, en cualquier lugar del mundo, sin delitos de sangre muchos de ellos, sólo por haberse enfrentado a las leyes paridas por los bienpensantes de esta sociedad tan defectuosa como los humanos que la componen.