Desde hace mucho tiempo coincido con un joven en el supermercado, o en el camino a casa. Es negro y muy amable. Un día me acompañó hasta donde me dirigía con un paraguas. Habla castellano correctamente. Una vez, animada por la amabilidad, le pedí que hablara conmigo y me contara cosas de su país y de cómo le iba en Soria. Se asustó tanto que casi salió corriendo y creí que tal vez vivía sin papeles. Durante un tiempo me evitaba, hasta que en una ocasión le abordé diciéndole que si estaba ilegal, me daba igual y, entonces, más confiado, negó esa ilegalidad y se detuvo unos momentos.
Su nombre es para mí difícil, o sea que le llamaré Buba, como él mismo me aconsejó. Nació en la R.D. del Congo, no sé si lo de democrática será sólo el nombre o tal vez apodo. Entonces le conté todo lo que sabía de ese lugar, las perrerías que les habían hecho en nombre de un degenerado rey de los belgas, cómo les habían expoliado todo y, lo que es peor, la vida, la dignidad, el orgullo. Me dijo que a su abuelo, cuando sólo tenía nueve años, también le habían cortado una mano por no llegar a la cuota de recolección de caucho.
Buba se iba animando y le invité a un café. Entonces quise saber cómo le iba en Soria. Lleva once años entre nosotros y, en general, no está descontento. Sus hijos han nacido aquí y su mujer es de esas que encontramos por la calle con vestidos de hermosos colores y turbantes en la cabeza. Una de ellas me impresionó hace ya tiempo por su mirada triste mientras veía a los muchachos vestidos de tunos, tal vez ella tenía a los suyos lejos y les recordaba, o le venía a la memoria su propia juventud lejos de esta fría tierra.
Le insistía, quería saber si se sentía a gusto, si les tratábamos bien. Sí, sí, muy bien, lo único la falta de intimidad… Claro, le respondí, viviréis muchos en un piso. No, no, sólo nosotros, es muy pequeño. Ah, le dije, bueno, ya sabes, en el mundo rural pasan esas cosas, estamos siempre expuestos. Pero él no acababa de contar qué les sucedía, hasta que por fin, me dijo que el piso donde vivían era de alquiler y la dueña aparecía cuando menos la esperaban para comprobar si cuidaban o no el piso.
Me indigné hasta la ira. Resulta que esta familia vive en un piso de sesenta metros cuadrados, sin calefacción. Las ventanas no encajan, las tuberías se atascan cada dos por tres, el suelo cruje, una de las habitaciones rezuma humedad y, para pasmo y vergüenza de la propietaria, les cobra setenta mil de las antiguas pesetas cada mes. Lo único que le falta al habitáculo es derrumbarse y, todavía, ociosa y cotilla, aparece cuando nadie la espera para ver si le cuidan la mansión.
Le expliqué que él y su familia tienen derechos y la propietaria los estaba conculcando. Y me respondió que si la denunciaba no encontraría dónde vivir. Así de duro. No conozco a nadie de piel blanca que sufra esta situación, yo misma vivo de alquiler desde hace veinte años y jamás me ha sucedido nada semejante, muy al contrario, los propietarios, que también tienen una vivienda alquilada a personas no blancas, jamás se permitirían esa grosería, ese abuso.
Su nombre es para mí difícil, o sea que le llamaré Buba, como él mismo me aconsejó. Nació en la R.D. del Congo, no sé si lo de democrática será sólo el nombre o tal vez apodo. Entonces le conté todo lo que sabía de ese lugar, las perrerías que les habían hecho en nombre de un degenerado rey de los belgas, cómo les habían expoliado todo y, lo que es peor, la vida, la dignidad, el orgullo. Me dijo que a su abuelo, cuando sólo tenía nueve años, también le habían cortado una mano por no llegar a la cuota de recolección de caucho.
Buba se iba animando y le invité a un café. Entonces quise saber cómo le iba en Soria. Lleva once años entre nosotros y, en general, no está descontento. Sus hijos han nacido aquí y su mujer es de esas que encontramos por la calle con vestidos de hermosos colores y turbantes en la cabeza. Una de ellas me impresionó hace ya tiempo por su mirada triste mientras veía a los muchachos vestidos de tunos, tal vez ella tenía a los suyos lejos y les recordaba, o le venía a la memoria su propia juventud lejos de esta fría tierra.
Le insistía, quería saber si se sentía a gusto, si les tratábamos bien. Sí, sí, muy bien, lo único la falta de intimidad… Claro, le respondí, viviréis muchos en un piso. No, no, sólo nosotros, es muy pequeño. Ah, le dije, bueno, ya sabes, en el mundo rural pasan esas cosas, estamos siempre expuestos. Pero él no acababa de contar qué les sucedía, hasta que por fin, me dijo que el piso donde vivían era de alquiler y la dueña aparecía cuando menos la esperaban para comprobar si cuidaban o no el piso.
Me indigné hasta la ira. Resulta que esta familia vive en un piso de sesenta metros cuadrados, sin calefacción. Las ventanas no encajan, las tuberías se atascan cada dos por tres, el suelo cruje, una de las habitaciones rezuma humedad y, para pasmo y vergüenza de la propietaria, les cobra setenta mil de las antiguas pesetas cada mes. Lo único que le falta al habitáculo es derrumbarse y, todavía, ociosa y cotilla, aparece cuando nadie la espera para ver si le cuidan la mansión.
Le expliqué que él y su familia tienen derechos y la propietaria los estaba conculcando. Y me respondió que si la denunciaba no encontraría dónde vivir. Así de duro. No conozco a nadie de piel blanca que sufra esta situación, yo misma vivo de alquiler desde hace veinte años y jamás me ha sucedido nada semejante, muy al contrario, los propietarios, que también tienen una vivienda alquilada a personas no blancas, jamás se permitirían esa grosería, ese abuso.
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