-O la tranquilidad de poder seguir confiando-
El pasado sábado, día 27, pasé a visitar a la señora Marcelina, de Ventosa de San Pedro. La conocí hace más de diez años, cuando Moisés, uno de mis hijos, me dijo “te gustaría conocer a la señora Marcelina, sabe muchas historias de esas que tanto te gustan”.
María Luisa y yo recorríamos la provincia por entonces en busca de los saberes de los mayores para escribirlos, o guardarlos, procurando que no se pierdan para siempre. Fue Marcelina para nosotras una de esas personas cuyo recuerdo conservamos envuelto en cariñoso agradecimiento, junto con tantos otros. Con ella hablamos de móndidas, de historias pequeñas, de trashumancia, en fin, de todo aquello en lo que ella es sabia. Nos vimos varias veces y siempre mantuvo la actitud generosa, sin regatear esfuerzos con la memoria.
El sábado, después de ocho años, fui de nuevo a verla acompañada de Leonor, mi hija y cartera rural accidental de Tierras Altas, con quien me envía recuerdos cariñosos con frecuencia. Estaba igual, pequeña, ágil, trabajadora a sus más de ochenta años, cuidando sus flores con mimo, almacenando leña para el duro invierno. Tomamos con ella un café con leche de verdad, con esa leche de la que se escapa la nata que tanto le gusta a María Luisa, leche de sus vacas, y unos bizcochos. Me tenía reservada una sorpresa, un juego de toallas adornadas con una preciosa puntilla hecha por ella misma a ganchillo.
Durante el camino de vuelta pensaba que estas personas son las que hacen que sigamos teniendo confianza en el ser humano. Y esto, que puede sonar a retórico, merece un momento de reflexión. Nos rodea un mundo –me refiero al primero- donde el egoísmo nos ha llevado a la soledad. No queremos ser molestados, podemos dar lo que nos sobra después de tener todos nuestros caprichos satisfechos, pero no ser molestados, por favor. Nos encerramos en casa, ajenos a otras soledades, ajenos a los problemas de tres cuartas partes del mundo, y pasamos las horas muertas delante de la televisión o de la pantalla del ordenador. Sobre todo que no se nos moleste.
Mientras, las personas en las que todavía podemos confiar, en las que todavía el ser humano puede apoyarse y tomar como referencia, vigilan la nave de ganado de los hijos, recolectan hierbas para los catarros, preparan café con leche para las visitas que son siempre bien recibidas, se sientan al sol rodeadas de flores y con sus propias manos hacen labores primorosas para regalar, acuden a la casa de la vecina también sola y se preocupa por ella, mantienen limpia la calle, el lavadero y la iglesia, se ocupan de los vestidos para la fiesta, y en los días previos a esa fiesta de sus manos salen rosquillos y tortas con las que obsequiar a la familia o a los amigos. Y siempre trabajando, “hacer y haciendo hacerse y no ser más que lo que se hace” (no recuerdo quién lo dijo). La mayoría tienen más de ochenta años. Todos viven con tanta confianza hacia el ser humano, que las puertas de su casa no se cierran nunca.
¿Se puede vivir de forma más acorde con la naturaleza? Gracias, señora Marcelina, por ser como es, y a todas las señoras Marcelinas del mundo rural.
María Luisa y yo recorríamos la provincia por entonces en busca de los saberes de los mayores para escribirlos, o guardarlos, procurando que no se pierdan para siempre. Fue Marcelina para nosotras una de esas personas cuyo recuerdo conservamos envuelto en cariñoso agradecimiento, junto con tantos otros. Con ella hablamos de móndidas, de historias pequeñas, de trashumancia, en fin, de todo aquello en lo que ella es sabia. Nos vimos varias veces y siempre mantuvo la actitud generosa, sin regatear esfuerzos con la memoria.
El sábado, después de ocho años, fui de nuevo a verla acompañada de Leonor, mi hija y cartera rural accidental de Tierras Altas, con quien me envía recuerdos cariñosos con frecuencia. Estaba igual, pequeña, ágil, trabajadora a sus más de ochenta años, cuidando sus flores con mimo, almacenando leña para el duro invierno. Tomamos con ella un café con leche de verdad, con esa leche de la que se escapa la nata que tanto le gusta a María Luisa, leche de sus vacas, y unos bizcochos. Me tenía reservada una sorpresa, un juego de toallas adornadas con una preciosa puntilla hecha por ella misma a ganchillo.
Durante el camino de vuelta pensaba que estas personas son las que hacen que sigamos teniendo confianza en el ser humano. Y esto, que puede sonar a retórico, merece un momento de reflexión. Nos rodea un mundo –me refiero al primero- donde el egoísmo nos ha llevado a la soledad. No queremos ser molestados, podemos dar lo que nos sobra después de tener todos nuestros caprichos satisfechos, pero no ser molestados, por favor. Nos encerramos en casa, ajenos a otras soledades, ajenos a los problemas de tres cuartas partes del mundo, y pasamos las horas muertas delante de la televisión o de la pantalla del ordenador. Sobre todo que no se nos moleste.
Mientras, las personas en las que todavía podemos confiar, en las que todavía el ser humano puede apoyarse y tomar como referencia, vigilan la nave de ganado de los hijos, recolectan hierbas para los catarros, preparan café con leche para las visitas que son siempre bien recibidas, se sientan al sol rodeadas de flores y con sus propias manos hacen labores primorosas para regalar, acuden a la casa de la vecina también sola y se preocupa por ella, mantienen limpia la calle, el lavadero y la iglesia, se ocupan de los vestidos para la fiesta, y en los días previos a esa fiesta de sus manos salen rosquillos y tortas con las que obsequiar a la familia o a los amigos. Y siempre trabajando, “hacer y haciendo hacerse y no ser más que lo que se hace” (no recuerdo quién lo dijo). La mayoría tienen más de ochenta años. Todos viven con tanta confianza hacia el ser humano, que las puertas de su casa no se cierran nunca.
¿Se puede vivir de forma más acorde con la naturaleza? Gracias, señora Marcelina, por ser como es, y a todas las señoras Marcelinas del mundo rural.