El martes, 23 de junio, había caído una buena tormenta por Pinares. Agua que había lavado el monte del polvo de la carretera y empapado el suelo de las hierbas aromáticas, haciendo que el perfume de ellas nos fuera acompañando. Al aspirar fuerte, el ozono se nos metía por la nariz y la boca abriendo las vías respiratorias. Hace años decíamos “huele a ozono”, no sé si el ozono baja y huele, pero sí recuerdo unos botes de plástico con un líquido dentro, verdoso, en cuya superficie se leía “Ozonopino”, y que servía como ambientador doméstico.
Iba a Espejón a contarles a los miembros de la Asociación de Jubilados algo sobre cocina soriana. Mejor sería decir que acudía para que ellos me contaran cosas de Espejón y siguieran alimentando mi necesidad de saber sobre el mundo rural. Me acompañaba mi amiga-hermana Isabel, quien se habrá inspirado para escribir algún hermoso relato.
Para llegar a Espejón hay dos caminos, el más cómodo es por San Leonardo, pasar Hontoria y tomar una carretera que conduce a Navas del Pinar y Espejón, ocho kilómetros de camino rural, curvado, pero hermoso como el mes de junio en Soria. Caballos en Navas y canteras en una pared del ancho valle, mármol real y sacro que luce en palacios, catedrales e iglesias. Mármol de Espejón, con eso basta.
Sus habitantes viven encantados en este pueblo llano, alrededor de la Iglesia, más cerca de Burgos que de Soria. Son amables, orgullosos de pertenecer al mundo más auténtico de todos, el rural. Han abierto recientemente un hotel, y cuentan con tres o cuatro bares donde poder reunirse a echar una cerveza fresquita.
Luciano Ovejero nos regaló, a Isabel y a mí, un recuerdo de Espejón que él mismo hace para colocar los lápices, con madera de pino. Saturnino Pascual nos dio una separata de la Revista de Soria para que conociéramos un poco más las tradiciones de su pueblo. El presidente de la Asociación –cuyo nombre, pese a habérmelo apuntado no recuerdo- quería pagarnos los sobadillos que compramos en la panadería. Y de eso quiero decir algo ahora, de la panadería de Espejón.
Cuando hacía con mi querido Mario San Miguel el espacio de fin de semana “A vivir Soria”, y recorríamos los pueblos, nos fijábamos, siempre, en las panaderías de aquellos en los que todavía persistían. Recomendábamos siempre, y ahora lo vuelvo a hacer aquí, que se entrara en ellas y se adquirieran todos los “elaborados”, tecnicismo éste que a Mario le hacía mucha gracia.
Pues en Espejón está viva y coleando la Panadería Fernando. Compramos lo que tenían esa tarde, españoletas y sobadillos. A cual más bueno, más tierno, más sabroso, más exquisito. Me quedo, por aquello de la sorianidad, con los sobadillos, que no llevan más ingredientes que manteca, masa de pan, harina y azúcar glass, pero tan en su punto de textura y sabor, que obligan a volver sólo para comprarlos.
Iba a Espejón a contarles a los miembros de la Asociación de Jubilados algo sobre cocina soriana. Mejor sería decir que acudía para que ellos me contaran cosas de Espejón y siguieran alimentando mi necesidad de saber sobre el mundo rural. Me acompañaba mi amiga-hermana Isabel, quien se habrá inspirado para escribir algún hermoso relato.
Para llegar a Espejón hay dos caminos, el más cómodo es por San Leonardo, pasar Hontoria y tomar una carretera que conduce a Navas del Pinar y Espejón, ocho kilómetros de camino rural, curvado, pero hermoso como el mes de junio en Soria. Caballos en Navas y canteras en una pared del ancho valle, mármol real y sacro que luce en palacios, catedrales e iglesias. Mármol de Espejón, con eso basta.
Sus habitantes viven encantados en este pueblo llano, alrededor de la Iglesia, más cerca de Burgos que de Soria. Son amables, orgullosos de pertenecer al mundo más auténtico de todos, el rural. Han abierto recientemente un hotel, y cuentan con tres o cuatro bares donde poder reunirse a echar una cerveza fresquita.
Luciano Ovejero nos regaló, a Isabel y a mí, un recuerdo de Espejón que él mismo hace para colocar los lápices, con madera de pino. Saturnino Pascual nos dio una separata de la Revista de Soria para que conociéramos un poco más las tradiciones de su pueblo. El presidente de la Asociación –cuyo nombre, pese a habérmelo apuntado no recuerdo- quería pagarnos los sobadillos que compramos en la panadería. Y de eso quiero decir algo ahora, de la panadería de Espejón.
Cuando hacía con mi querido Mario San Miguel el espacio de fin de semana “A vivir Soria”, y recorríamos los pueblos, nos fijábamos, siempre, en las panaderías de aquellos en los que todavía persistían. Recomendábamos siempre, y ahora lo vuelvo a hacer aquí, que se entrara en ellas y se adquirieran todos los “elaborados”, tecnicismo éste que a Mario le hacía mucha gracia.
Pues en Espejón está viva y coleando la Panadería Fernando. Compramos lo que tenían esa tarde, españoletas y sobadillos. A cual más bueno, más tierno, más sabroso, más exquisito. Me quedo, por aquello de la sorianidad, con los sobadillos, que no llevan más ingredientes que manteca, masa de pan, harina y azúcar glass, pero tan en su punto de textura y sabor, que obligan a volver sólo para comprarlos.