Cuando las familias se marcharon en
busca de una vida mejor, se llevaron con ellos, además de los
enseres materiales, los recuerdos de sus vidas y los de sus
ancestros. Unos recuerdos que, como sucede con los objetos, se
agrandan en la distancia, pero ni se agotan ni se pierden,
especialmente si se van transmitiendo. Eso permite recrearlos en un
momento determinado, recreación que, si bien pierde frescura, sirve
para enseñar a todo aquel que quiera cómo era la vida cuando se
marcharon. Para que esto surja el efecto deseado, se ha de estar muy
orgulloso del pasado, considerarlo como lo que ha formado a las
personas, tanto individual como colectivamente.
Desde mi punto de vista (¡lo he dicho
y escrito ya tantas veces!), el mundo rural es y ha sido susceptible
de provocar ese orgullo de pertenencia más que ningún otro. Y
dentro de ese mundo, la particularidad de la Trashumancia ha
significado el puntal sobre el que apoyar un mundo de conocimientos,
de transmisión de otras culturas, a las que a la vez se colonizaba
otras sin pretenderlo, por el efecto de la solidaridad, pero también
de la necesidad. Fue también la necesidad, la de comunicarse con
quienes se quedaban en sus lugares fijos de residencia, lo que hizo
que no existiera el analfabetismo entre los trashumantes. Fue un
trabajo duro, durísimo, pero tan enriquecedor, a la vez tan
primitivo, tan telúrico, que procuró una sociedad, dentro del mundo
rural, distinta y enriquecedora. Una actividad entroncada con los
primeros grupos humanos que debían desplazarse en busca del alimento
para sus animales, los que a la vez servían de sustento a ellos
mismos. El hombre, el trashumante, miraba y reflexionaba, consciente
o inconscientemente, empapándose de todo aquello que el ser humano
es capaz de asumir y transmitir. Quizá tuvo tiempo de plantearse,
mientras curaba las heridas de los animales, evitaba que los lobos
mermaran sus rebaños, o vigilaban la rapiña, que ellos, los
trashumantes, eran el grupo humano más primitivo que pisaba la
tierra, antes de que el hombre dominara las semillas, de que la
Agricultura se escribiera con mayúsculas, los trashumantes eran los
señores de los montes.
De unos años a esta parte, alternando
Oncala con Los Campos, se ha venido mostrando a todo aquel que lo
deseara la cara más amable de la Trashumancia. Este año de 2016 le
tocaba a Oncala, pero no podremos verlo. No sé exactamente los
motivos, ni tampoco me interesan demasiado, porque me temo que entre
ellos estará la cuestión económica y la falta de interés, pero en
realidad lo que subyace (como en casi todo en esta depauperada
provincia) es la falta de almas para arrimar el hombro en esta y en
cualquiera de las actividades que se pretendan hacer. Los viejos
trashumantes ya se marcharon a otro espacio donde dicen los creyentes
que se está mejor, pero donde ya no se vive. Las distintas
administraciones (¡será por administraciones!) se mueven de
elecciones en elecciones y en el interregno andan probando maridajes
y preparando las fiestas de la capital donde ahí sí que hay
diversión y fotógrafos y televisiones, y de todos los medios.
Esperemos que lo de este año sea sólo
una suspensión puntual y volvamos a participar en la fiesta de la
Trashumancia.