Foto de Agustín Garzón Martínez, sacada de facebook.
Secretos
vericuetos, fragosidades del alma, no se sabe por dónde se cuelan un
trozo de tierra, una nube siempre distinta, un río que fluye sin
detenerse, o unas rocas magníficas esas sí, siempre las mismas, y
somos capaces de sentir como algo nuestro, algo en lo más profundo
de nuestro ser, una aldea donde vivieron nuestros antepasados.
Resulta ser algo así como un misterio.
Paul
Eluard le escribía a la pérfida Gala que es el recuerdo de los
momentos más sencillos y los más desprovistos de esplendor los que
prueban la imposibilidad de destruir el amor. Los recuerdos sencillos
me llegaron de mi madre, y desde que ella no está, tiendo a
conservarlos como un homenaje a aquella mujer capaz de transmitirme
cómo encendía el cigarro al abuelo ciego con una ascua moviéndola
sin cesar. Ese misterio de sentir Otíñar (Otiña siempre en boca de
mi madre), como algo mío, puede ser que se explique desde el hecho
de saber que allí fui concebida hace sesenta y cuatro años. Y
estando, como ha estado Otíñar siempre dentro de mí, no fue hasta
pasado el medio siglo de mi vida cuando en compañía de mi hija
(como ya he escrito más de una vez) decidí ver la aldea desde
dentro y no desde el monumento a Carlos III, donde mis tíos me
llevaban cuando era pequeña.
Lavadero del Covarrón. Foto Julia Sutil, sacada de facebook.
Y
allí busqué, una vez traspasada una alambrada que pronto
desaparecerá, entre los escombros de una aldea con categoría de
villa desde su fundación, entre las ruinas propiciadas por manos
inmisericordes deseosas de borrar la vida y las pequeñas historias
(esas que conforman la Historia) cuál podría ser la lumbre baja
donde mi madre buscaba la ascua; ante qué imagen colocada sobre
algunas de las vacías hornacinas, habría sido bautizada en plena
guerra civil por mi bisabuela Juliana Sabariego, mi prima Carmen
Soler mientras mi tía-abuela Espiritusanto cantaba el Avemaría;
buscaba la tienda de mi tío-abuelo Juan “el cojo”, la panadería
de la tía Serafina.
Por
eso hoy, cuando Juan Carlos Roldán (seguramente familia mía
también), me ha escrito un mensaje diciendo que el Ayuntamiento de
Jaén había aprobado la inscripción en el inventario municipal del
castillo de Otíñar, los caminos, la plaza y las calles que
conforman la antigua aldea, he sentido una inmensa alegría. Algo de
todos los otiñeros les ha sido, muchos años después, devuelto.
Claro
que no ha sido sin esfuerzo. Tengo a mi derecha setenta folios que
han costado mucho tiempo, mucho trabajo, muchos sinsabores y, tal ven
también, mucho dinero, a la plataforma “Por Otíñar y su
entorno”. Todo, para deshacer un entuerto malintencionado llevado a
cabo mucho antes de la aniquilación de la aldea, un agravio que
llevó a poner puertas al campo, rejas a los ríos, y a apropiarse de
caminos públicos. Y todo esto desde el primer tercio del siglo XIX.
Ahora,
como se indica en el informe del ingeniero de Montes, pasará a la
titularidad municipal la fortaleza y antigua villa de Otíñar, los
caminos de Jaén a Campillo de Arenas, de los Arrieros, de Los
Villares a La Guardia, de Los Villares a Otíñar, a Otíñar, de las
Alcandoras, de la Cañada del Castillo, y del Campillo. Además de la
plaza, calle de don Jacinto Cañada, y calle del Ejido de Santa
Cristina, de la aldea de Santa Cristina (Otiña para los otiñeros).
La aldea. Foto Julia Sutil, sacada de facebook.
Es
decir, que cuando se vuelva a subir a la aldea no nos dejaremos la
mitad de los pantalones en la alambrada y nadie impedirá que
busquemos, entre los escombros, el remache de un cazillo, un trozo de
herradura, o una tira de albarca que todavía mantendrá los restos
del ADN de un otiñero.
Y,
sobre todo, sentados sobre cualquier piedra, podremos imaginar a las
mozas con los cántaros en busca de agua, o hacer una hoguera en el
centro para quemar las malas intenciones, el caciquismo, los señoríos
y todo aquello que ha mantenido durante demasiados años a este país
acogotado. Y todo ello a ritmo de melenchones.
Como
cuando escribo lo hago solamente de la villa-aldea, he de aclarar
aquí y ahora, que el conjunto de El Otíñar, en la Sierra Sur de
Jaén, a unos catorce kilómetros de la capital, es un compendio de
Prehistoria e Historia. Desde el Neolítico hasta la fundación de lo
que se llamó aldea de Santa Cristina (Otiña), sus habitantes han
dejado su impronta en forma de pinturas rupestres y otros
yacimientos. El castillo de Otíñar, del siglo XIII, sigue enriscado
y vigilante en el viejo camino que iba a Granada. Carlos III, en el
Mirador del Vítor, tiene dedicado un monumento, erigido al “padre
de sus pueblos”, por haber acondicionado el camino de Jaén a
Otíñar. Este monarca mandó construir muchas de las hermosas
fuentes en la capital, donde el agua abunda como en pocos lugares.