Por Antonio Ruiz Vega
Últimamente me ha tocado hacer tres necrológicas casi seguidas (que recuerde: la de Dámaso Santos Amestoy, la de Ulises Blanco y la de José Antonio Labordeta), lo cuál, a mi edad, comienza a ser preocupante. Los antedichos eran mis amigos, pero también se mueren quienes no lo fueron. No es el caso de Miguel Moreno y Moreno, que acaba de fallecer. Quiero decir que no era mi enemigo, al menos no mi enemigo personal, aunque sí me declaro aquí y ahora enemigo de lo que representaba y de lo que fue en vida.
Puede que desde un punto de vista piadoso lo mejor sea callar ante una persona que ya no está entre nosotros y que, como todo el mundo, tendrá familiares, amigos, etc. que le aprecien y lloren. Pero es que Miguel Moreno y Moreno, además de una persona es un símbolo y es al símbolo al que yo ahora quiero referirme.
Quienes sufrimos la pasada dictadura le achacamos (aparte del retraso social, cultural y económico al que sometió al país) el envilecimiento espiritual de todo un pueblo. Las demás lacras, con el tiempo, han ido desapareciendo o nivelándose, pero la condición servil de los españoles continúa siendo la misma, aproximadamente.
Podríamos decir que Franco nos emasculó (a unos más que a otros) e implantó entre nosotro un espíritu de servidumbre voluntaria que no lleva camino de desaparecer. Decía Manuel Azaña que la libertad no hace mejor al hombre, lo hace, sencillamente, hombre. Por la misma razón su ausencia le impide serlo.
Cuarenta años de represión nos hicieron peores, nos hicieron acostumbrarnos a la humillación, nos ahormaron a los caprichos de la autoridad. Cambiaron nuestra condición taurina (a la manera que quería Miguel Hernández) por la ovina, que tanto lamentaba don José Ortega y Gasset.
Aquella época, de una mediocridad insufrible, no hubiera podido existir de no ser por toda una clase social que se encumbró y medró a la sombra del dictador. Aquello que se llamó –años después- el franquismo sociológico. Fue la complicidad de cientos de miles de personas la que permitió que el franquismo se extendiera y fuera interiorizado –como lo ha sido- por la masa social. Porque ninguna dictadura puede durar 40 años sólo por la fuerza. Incluso el mismo Franco (asesorado no sabemos por quien) llegó a decir que aspiraba no sólo a vencer, sino a convencer.
Y este “convencer” es quizá lo más ominoso de la dictadura, porque para conseguirlo tuvo que maniatar a la disidencia, abolir la libertad de expresión y dejar hablar sólo a los de su cuerda. Fue ese gota a gota de permeación totalitaria la que algunos llevaron a cabo durante años, décadas enteras. Mientras tanto los demócratas teníamos que callar y cuando nos atrevíamos a alzar la voz, se nos silenciaba por la fuerza. Así se fue creando una imagen, una idea de España que, en buena medida, sigue vigente.
Cuando otras dictaduras terminaron sus publicistas fueron a menudo ejecutados sólo por serlo (Rosenberg en Alemania, Brasillach o La Rochelle en Francia, y eso que eran grandes escritores). Aquí el dictador murió en la cama y sus adláteres pudieron reciclarse en demócratas sin que nadie les persiguiera ni molestara.
Que yo sepa pocos o ninguno pidió perdón por haber sido el vocero de los sayones.
Personas sin las que el franquismo no hubiera podido seguir existiendo y funcionando van a pasar a la historia como poco menos que adláteres de la democracia. Recordemos a Gabriel Cisneros del que ya nadie conoce su clara trayectoria fascista. Mientras los verdaderos demócratas sufríamos la violencia policial, la cárcel o la preterición social otros desarrollaron una carrera profesional exitosa.
Creo que decir esto era mi deber.
Antonio Ruiz Vega
domingo, octubre 31, 2010
miércoles, octubre 27, 2010
Impresentable Dragó
No seré yo quien de el título de su última publicación, porque lo que él necesita para que su ego siga engordando es publicidad. Su ego y el dinero que ello le proporciona, pues parece que Hacienda le sigue los pasos.
Alguien tendrá que repasar sus manifestaciones clasistas contra los obreros, los turistas y otros segmentos de la sociedad. Ahora, además, se declara pederasta y, por tanto, delincuente.
Este fantasma senil que es Dragó, debe ser puesto de una vez en su sitio, que no es otro que el olvido más absoluto.
Por cierto, recordar que desde hace unos quince años, es hijo adoptivo de Soria. Ya entonces tendrían que haberle nombrado hijo, pero con otro atributo detrás.
lunes, octubre 04, 2010
Jaén y Miguel Hernández
En un reciente viaje a Jaén con mi hermana Concha, visité el Departamento de Cultura de la Diputación Provincial, situado en un ala del palacio de Villadompardo, en el barrio de la Magdalena, a la entrada del cual pueden visitarse los baños árabes. Tenía interés en conseguir el número 5 extra de la revista Paraíso, editada en el año 2009. En ella aparece el artículo de Eduardo A. Salas,” ¿De quién son estos olivos? Presencias y experiencias jiennenses de Miguel Hernández”. Y me lo regaló una funcionaria cuyo nombre lamento no recordar.
Después de leer el artículo fui a visitar, con emoción, aquellos por los que había estado el poeta en su estancia en Jaén, donde por cierto llegó recién casado con Josefina Manresa, y no es arriesgado decir, conociendo la biografía de Hernández, que la época jiennense fue la única feliz de su vida personal, al menos de la que compartió con su esposa, porque la relación sentimental con Maruja Mallo creo que debería ser inscrita en la pasión por el descubrimiento del sexo, y la no confirmada con María Zambrano, en el deslumbramiento intelectual.
Josefina Manresa, pese a las diferencias culturales e ideológicas, debió ser su amor más profundo y sincero. Ella era la mujer sencilla –“Te me mueres de casta y de sencilla”- que el poeta deseaba para madre de sus hijos, obsesión esta de perpetuarse siempre presente en la corta vida de Miguel Hernández.
Cuando el poeta llegó a Jaén estaba en el esplendor y pujanza de sus veintisiete años. Hacía pocos que había descubierto su ideología política, después de varios años de moverse en ámbitos derechistas, ultraderechistas podría decir, que habría que achacar al ambiente levítico de la Orihuela de la época, y a la influencia de Ramón Sijé y el canónigo Almarcha. Esa fuerza de la juventud apasionada de Hernández –todo en él fue apasionado- se va a ver reflejada en sus artículos periodísticos en “La Voz del Frente”, editado por El Altavoz del Frente, en Jaén, y que Eduardo A. Salas, en la Revista Paraíso, relaciona hasta quince títulos. Esplendor y pujanza en la vida del poeta que acabarían con el final de la contienda.
Fue en Jaén donde el poeta escribió “Aceituneros”. Si se conoce esa provincia andaluza, no extrañará que un escritor, impresionado por la alfombra de olivos centenarios de tronco retorcido y gris, dedique a ellos unas líneas, o un libro entero. Miguel Hernández le hizo un poema, no a los olivos ni a los olivareros, si no, y como no podía ser de otro modo, a los aceituneros, -“decidme en el alma, ¿quién, quién levantó los olivos?”- a los hombres y a las mujeres que esperaban y esperan “la recogida de aceituna”, como casi únicos ingresos en la, entonces sobre todo, paupérrima economía familiar. Si un niño tenía dedos, ya podía ir a recoger la aceituna.
En Jaén, el matrimonio Hernández-Manresa, junto con otros, como el formado por el alcarreño José Herrera Aguilera “Petere”, y Carmen Soler, habitarían en un palacio confiscado a unos nobles. Me interesé por este edificio en un viaje anterior con Leonor, mi hija, y pregunté al Ayuntamiento de Jaén por él, vía e-mail. La respuesta llegó de Mari Carmen Pérez, arqueóloga municipal del ayuntamiento, en 2007. En él se me decía que la casona estaba sita en la calle Francisco Coello, 19, y “cuenta con un nivel de protección estructural según el Plan Especial de Protección y Reforma Interior del Casco Histórico”. Me remitía a una publicación que no he podido conseguir hasta la fecha: “El viejo Jaén”, de Manuel López Pérez, editado en 2003 por la Obra Social de la Caja de Granada. Me copiaba textualmente el párrafo de ese libro dedicado a la casa donde vivió unos meses Miguel Hernández: "Tuvo aquí su casa el Marquesado de Villalta y luego de Blancohermoso. Una casa inmensa, con un primoroso patio acristalado, majestuosa escalera ennoblecida por la cruz procesional de Nuestro Padre Jesús Nazareno, que allí se guardaba durante el año y un delicioso jardín aterrazado que volcaba sobre las calles linderas una catarata de rosas de pitiminí. Incautada en los agitados días de 1936, en ella vivió sus primeros días de recién casado -Marzo/Mayo de 1937- el poeta Miguel Hernández, que nos llegó en compañía de Josefina Manresa desde su Orihuela natal”.
Para mí, esta casa tiene otras connotaciones, por eso en el viaje de 2007 me gustó tanto encontrar la lápida en conmemoración de la estancia del poeta. Durante unos años residí en la de enfrente, concretamente en el número diez de la que por entonces denominábamos calle Llana, tal vez por ser la única de estas características en todo el barrio, perpendicular a todas las estrechas (esta también lo es) y empinadas que se dirigen desde la Catedral al barrio de la Alcantarilla.
En el número 10 se ubicaba por los años cincuenta y sesenta la Delegación de Trabajo, de la que mi abuelo materno era conserje, y en la parte alta vivían mis abuelos, y nosotros con mucha frecuencia. Esa casa, la del conserje, grande, con una terraza que daba a la torre de la Catedral, sigue siendo la casa de mi infancia, la de mis sueños frecuentes. Tenía un hermoso patio, después de unas anchas escaleras, donde mi abuela –pese a estar el patio rodeado de las oficinas de la Delegación- cuidaba macetas preciosas y con una de ellas, de cintas, gané un premio por el que me regalaron “Los cien mejores cuentos chinos”.
En el Colegio de las Teresianas, a cien metros de la calle Llana, estudié durante dos años, primero y segundo, el Bachillerato Elemental de la época, y en él también estudiaba la nieta de la entonces marquesa de Blancohermoso, mi vecina del número 19, la casa circunstancial del poeta. Yo, con matrícula gratuita por ser hija de la modista de las teresianas, ella con todos los honores, aunque en aquel colegio no había dos puertas, todas entrábamos por la misma. Era la época de las señoritas Stuick, Moreno, Esteban…
Concha y yo, con las primas Soler, Maricarmen y María Esperanza, fuimos a Jabalcuz, otro paraje de nuestra infancia, donde se acudía, en coche o caminando, a “tomar el fresco” las calurosas noches jiennenses. Allí, y pese a que en la infancia una se fija poco en lo que le rodea, y menos en los olores, se debía oler Andalucía entera, porque con el paso de los años, y al volver a aspirar lo que se aspiró en la infancia, se recuerda, curiosamente, pero se recuerda a la perfección aquel aroma de jazmines y dompedros que acompañó nuestros primeros años.
De aquel Jabalcuz de la infancia sólo quedan los jardines, bellísimos y muy cuidados, ahora propiedad del Ayuntamiento de Jaén, diseñados por el mismo que hizo una parte del parque del Retiro, en Madrid. Lo que fuera balneario está en ruinas. Alrededor de todo el conjunto se ha edificado una urbanización -¡cómo no!- Uno de los propietarios de este espacio –no recuerdo si el primero, o el que mandó construir el balneario- fue el jiennense José del Prado y Palacio, ministro primero, y alcalde de Madrid después, durante el reinado de Alfonso XIII, quien le concedería el marquesado de Rincón de San Ildefonso. Me gustaría creer que lo hiciera sobre el solar de los alrededores de la iglesia del mismo nombre.
Y allí estaba la alberca, a la entrada de los jardines, la misma alberca a la que mi madre nos impedía acercar, con el fondo de piedras y barro, la misma en la que se bañaba Miguel Hernández según el artículo de Eduardo A. Salas, porque quien conozca su biografía, sabe que el poeta siempre andaba buscando lugares donde bañarse.
La belleza de Jaén y de su entorno de sierras altas y afiladas, el camino hacia Jabalcuz, que discurre por la Fuente de la Peña, donde el poeta vería en los lavaderos protegidos por la peña que da nombre a la fuente, a las mujeres lavando esa ropa “donde las sábanas había de recobrar la blancura perdida en el transcurso de los sueños del hombre que trabaja, suda y lleva a la cama restos de barbecho, polvo de camino…” (recogido por Salas de “Compañera de nuestros días”, de Hernández), inspiraron al poeta Miguel Hernández poesías, artículos y obras de teatro, de gran compromiso social.
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