Me
parece que hace meses que no cuelgo nada en mi blog, y debe ser así, ahora
cuando cuelgue esta entrada me fijaré. Podría excusarme escribiendo sobre mi
maravilloso ordenador perdido para siempre por un corte brusco del suministro
eléctrico, y sería cierto. También lo es que ahora soy feliz propietaria de
otro más maravilloso todavía, con el que no hay forma de entenderme y duerme
sobre una mesa mientras utilizo uno viejo destinado para mis nietos hace ya
años. O, también podría colar la excusa de que ando medio enloquecida
corrigiendo la que será mi próxima publicación sobre costumbres. Pero todo lo
anterior serían sólo excusas.
La
realidad es que estoy preocupada, indignada (en fino), cabreada y acojonada (se
ajusta mejor a mi forma de expresarme). No sé si será por lo de la globalidad o
por el exceso de medios de información y por el hecho de que, por cualquiera de
ellos entran noticias, se cuelan en cuanto nos descuidamos, unas noticias
estremecedoras. Es que estamos en la tercera guerra, sin duda ninguna. Por
cualquier rincón del mundo la gente mata con la misma naturalidad que se pela
una mandarina. Y mucha culpa, sí culpa, de lo que está sucediendo en el mundo
occidental (ese que a veces hemos denostado tanto, ¡la vieja Europa! ¡la puta
Europa!) la tiene nuestra generación. Si la de mis padres fue la perdida, la
nuestra, la de los que ahora caminamos por la sesentena, ha sido una generación
que tendrá que responder ante la historia por haber inculcado un respeto
desmedido hacia otras culturas y otras religiones que, como estamos viendo, no
merecen ni respeto, ni consideración. Porque si en nombre de esas culturas y,
sobre todo, de esas religiones, se mata, se quita la vida, todo lo que puedan
tener de respetable se pierde irremisiblemente.
Nunca
pensé que algún día estaría de acuerdo con lo que Oriana Fallaci escribió tras
los atentados del once de septiembre de hace más de catorce años. Nunca pensé
que algún día escribiría que muchos de nuestra generación no fuimos otra cosa
que unos progres de mierda, que la gauche divine barcelonesa era eso nada más,
una izquierda divina con sus miembros sentados en Bocaccio, combinado
alcohólico en mano, dándose coba unos a los otros, pensando que estaban
reescribiendo la historia, mientras ligaban entre ellos en una endogamia
cultural irrespirable, o algún poeta impregnado de ego escapándose en algún
momento para ir a buscar jovencitos por las calle húmedas del Barrio Chino
barcelonés. Nunca pensé que llegaría a escribir que la puta Europa es, en
realidad, nuestra casa común donde podemos escribir lo que nos dé la gana,
casarnos o no con quien nos dé la gana, despelotarnos en las manifestaciones,
tomar el sol en bolas, protestar por lo que no nos gusta, y reírnos de nuestra
sombra.
Y eso,
al menos eso, lo queremos seguir haciendo. Ya que otras consideraciones más
profundas, la angustia que estamos viviendo por la codicia de unos pocos, es
objeto de otros análisis. Pero al menos queremos seguir siendo libres en el día
a día, sin el miedo de que cualquier hijo de puta nos pueda abrir la yugular.
“Hola
pánico, adiós libertades”, titula la revista El Jueves una de sus portadas. No
se puede decir más con menos.
Análisis
profundos que se encargarán de hacer los herederos de nuestra generación,
educados en la tolerancia más exquisita (para algunos temas), en lo
políticamente correcto (¿qué es eso?), y que hallaran excusas y justificación
para los actos más abominables y las conductas más cerriles.
Conste
que pensaba escribir sobre Fátima Báñez (¿por qué no le hacen un análisis
psiquiátrico a esa mujer?) y sus rojos y azules, a treinta y ocho años de la
sacrosanta Constitución. ¡Vaya mundo! Como si la vida fuera un borrador.