A todos los otiñeros.
Recordando a mi bisabuela Juliana,
cosera o cosaria de El Otiñar
Madre Juliana, como la llamaban todos sus nietos, volvía de la capital montada a silletas sobre su burra. La maestra de la aldea necesitaba alcohol y lapiceros, sus nietos le habían encargado alguna pobre golosina, Dolores un carrete de hilo blanco, todas las casas tenían alguna pequeña necesidad, de esas que no podían cubrirse con las producciones de la aldea. Eran tiempos duros, tiempos de maldita guerra, y nadie se atrevía a entrar en la ciudad. Nadie, excepto Juliana. ¿Quién iba a molestar a una mujer de más de sesenta años, alta y aguerrida, enjuta y venerable, vestida de negro y subida a una borriquilla?
Se detuvo a comer en casa de sus hijos, Juan Antonio y Rafaela. Metió la borriquilla en el patio y sus cuatro nietos la rodearon. Cogió de los brazos de Juan a la pequeña Esperanza y la subió al animal. La niña, rubia y sana, se agarró a las orejas y reía con sus dientes pequeños arrugando la nariz pecosa. Les pidió a Conchita y Carmina que subieran a su nuera las pobres viandas que traía en el serón: unos calcetines para su hijo, hijos secos y frescos y una cestilla de albérchigos. Sus nietos le avisaron de que otros hijos suyos habían llegado a comer. ¡Pobre Rafaela! pensó. Seguro que habría preparado un buen cocido con sopa de pan aliñada con ajo, azafrán y vinagre, y una fuente de tomates bien picados para acompañar los garbanzos.
Su pensamiento, durante el retorno, no lo ocupaba la maldita guerra, ni miedo alguno, lo invadía una carita preciosa, pequeña, con unos grandes ojos azules, era la cara de su última nieta, Carmen, Carmina, la hija de su Jacinto. Esa criatura contaba ya con cuatro meses y aún no había sido bautizada. Tal y como discurrían las cosas de esa guerra infame, si la niña moría…
Había pasado el Puente de la Sierra hacía un buen rato y no se había dado cuenta. La tarde del mes de junio era agradable. Paró su burra y bajó a colocar bien el serón, hecho de pita por su hijo Juan Antonio, que le estaba rozando el tobillo. Vaya, pensó, me ha roto la media. Decidió caminar un rato para no cansar al animal.
Nunca podría acostumbrarse a naturaleza tan salvaje, a riscos semejantes, al sonido del agua del Quiebrajano rompiéndose al pie de la cimbra en millones de gotas por atajos y quebraduras, a la visión del castillo sobre un picacho aristado. Cuando chica, su madre le había contado historias de luchas entre moros y cristianos por la posesión de esas tierras, de bandoleros escondidos en el Covarrón, de un rey discurriendo esas tierras y pacificando la zona.
Juliana había nacido en la aldea de Santa Cristina a los treinta años de su fundación. Fue a la escuela tres años, y allí le enseñaron que la aldea –más conocida por Otiñar u Otiña- se llamaba de Santa Cristina en honor a la reina del mismo nombre, Cristina de Borbón, nombre que también llevaba la iglesia.
Ella, a la vista la aldea, y envuelta en un profundo olor a albérchigos e higos, seguía pensando en su nieta Carmina, sin bautizar, y esta maldita guerra, a saber cuando se acabaría. Todos los vecinos rodearon la borriquilla y los nietos saltaban alrededor de ella demandando a madre Juliana las pobres golosinas, un cartucho de cacahuetes tostados, que fue repartiendo entre todos los nietos y sobrinos.
Juliana había tomado una decisión. Llevó la borriquilla a la cuadra y se dirigió a casa de su hija Espiritusanto. Le dijo que avisara a la familia, porque al día siguiente iban a bautizar a la niña de Jacinto.
- ¡Pero madre, espere a ver si esto pasa…!
- No, hija, he ayudado a traer al mundo a la mitad de los que ahora habitan la aldea, y nadie me ha tenido que decir cómo hacerlo, ahora he tomado esta decisión y nadie me la afeará.
- Pero madre si se enteran…, usted ya sabe.
- Aquí no vive nadie que vaya con el cuento. Cada uno pensamos lo que queremos, pero todos somos como una gran familia, y todos verán bien esto. El que quiera venir, que venga, el que no, que se quede en casa.
Madre Juliana fue a la panadería de María, puso cuatro perras gordas sobre el saco de harina y le pidió unos ochíos.
- Pero tía Juliana, si no me ha encargado nada, sólo me quedan cinco o seis y están muy duros.
- Da igual, contestó, son para mojar en chocolate, ya se ablandarán. Vamos a bautizar a Carmina, la chica de mi Jacinto.
- Pero…
- Que sí, María, que voy a bautizar a mi nieta, no quiero que la criatura, si le pasa algo, que Dios no lo quiera, se nos vaya sin haberle echado el agua bendita.
- Como usted diga. Pero nada de ochíos que están duros. Guárdese el dinero y yo le hará mañana tortas de leche para que desayunen como Dios manda.
- No te podré pagar eso…
- No quiero que me pague. Yo estoy en deuda con usted. Me ayudó a parir y no me cobró, ahora me toca a mí.
Madre Juliana, con los ojos llenos de lágrimas, se acercó a la tienda de Juan el Cojo y le pidió tres tabletas de chocolate. Petra le colocó en el mostrador el pedido y le preguntó quién se casaba. Cuando supo el destino, le pidió, ella también, que se guardara el dinero.
- Pero Petra, hija, que a nadie nos sobra el dinero.
- Todavía le debo el parto de mi Gaspar. Estaremos en la iglesia. Y tenga, llévese esta leche que su cabra no dará para todo el chocolate.
Esa noche, madre Juliana se acostó muy tarde preparando el chocolate, recubriendo bandejas con limpísimos trapos blancos bordados primorosamente y colocando en ella higos secos con trozos de nuez dentro y orejones de albérchigos. Limpió las pequeñas copas de cristal para el anís y el coñac. Garrapiñó unas pocas almendras para regalar a los niños…
A las pocas horas estaba en pie. Fue a buscar la llave de la iglesia de Santa Cristina, despertó a su hija Espiri y a su nuera Juana, y las tres barrieron y fregaron el suelo del templo.
Los chaveas, nerviosos, iban apareciendo a medida que la mañana les lanzaba de la cama. Madre Juliana les envió a por un cantarillo de agua y flores silvestres. Aparecieron al poco rato con brazadas de espliego, tomillo, margaritas, jazmines…, les pidió que las colocaran sobre el altar y a los pies de la virgen de las Mercedes.
Cuando todo estuvo a punto, las tres mujeres cerraron la puerta de la iglesia y fueron a lavarse y peinarse. Madre Juliana fue a casa de Jacinto y se quedó mirando cómo su nuera vestía a la pequeña con un faldón de cristianar sacado del baúl donde fue depositado tras bautizar al último nieto.
Todos los habitantes de la pequeña aldea esperaban la llegada de Juliana con la llave para entrar al templo. La primera en entrar fue la campanera, quien lanzó al aire los badajos. Mientras, madre Juliana entró a la sacristía y sacó de un cajón la estola del sacerdote, que se colocó sobre la blusa. Sobre la pila bautismal agacharon la cabecita de la niña Carmina, y mientras su abuela, madre Juliana, echaba agua sobre ella diciendo: “Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espiritusanto”, se escuchaba la voz limpia y cantarina de su hija Espiri cantando el Ave María, acompañada por el sonido solemne del órgano que tocaba Jacinto, el hijo pequeño de madre Juliana y padre de la neófita.