Cuánto trabajo cuesta escribir de esto. El ser humano se acostumbra a todo, como decía Camus en su Calígula, lo triste, lo desesperante, es constatar que el dolor tampoco permanece, o algo así. Pero ¿hemos llegado a interiorizar la carga que cada patera lleva dentro? Una carga humana, la suma de setenta, ochenta o cien vidas, cada una de las cuales con su propia carga de dolor, de lucha, de miedo, de esperanza.
Qué desesperaciones inducen y conducen a esos seres humanos de piel negra y corazón rojo a lanzarse en la fragilidad de un bote al océano, durante días y noches negras, sólo al amparo de la intemperie, sabiendo, como saben, que muchos quedarán para siempre en el fondo de él. Qué tipo de hambrunas, de humillaciones hacen que imaginen la luz, la leche y la miel al final del tenebroso mar-tumba.
Y por qué ese coraje no es gratificado en un mundo con fronteras mezquinas, los propios límites del alma del hombre occidental, que durante siglos se dedicó a dejar el continente africano esquilmado de caucho, metales y fuerza humana, y que ahora le sobra de todo y se come a las cebras y acude a matarles los animales salvajes para colgar los trofeos en los salones inquietantes de sus mansiones horteras.
Que salgan los políticos de los países de origen, en compañía de los occidentales, los presidentes de grandes instituciones que se reúnen una vez al año previo pago de millonarias dietas, a bombo y platillo, los de las grandes palabras y cortos hechos, que se reúnan una noche y salgan en cayuco hacia la nada, con un trozo de tasajo, una manta y una garrafa de agua dulce, por compañeros alguna mujer embarazada, algún niño, hijo de ellos a poder ser. Que vean transcurrir los días y las noches rodeados de agua salada y vayan dejando caer al fondo los cadáveres de los que no resisten el hambre, la sed, el frío y el agotamiento. Un viaje de esos valdrá por toda una vida. Una experiencia semejante solucionaría el problema.
Qué desesperaciones inducen y conducen a esos seres humanos de piel negra y corazón rojo a lanzarse en la fragilidad de un bote al océano, durante días y noches negras, sólo al amparo de la intemperie, sabiendo, como saben, que muchos quedarán para siempre en el fondo de él. Qué tipo de hambrunas, de humillaciones hacen que imaginen la luz, la leche y la miel al final del tenebroso mar-tumba.
Y por qué ese coraje no es gratificado en un mundo con fronteras mezquinas, los propios límites del alma del hombre occidental, que durante siglos se dedicó a dejar el continente africano esquilmado de caucho, metales y fuerza humana, y que ahora le sobra de todo y se come a las cebras y acude a matarles los animales salvajes para colgar los trofeos en los salones inquietantes de sus mansiones horteras.
Que salgan los políticos de los países de origen, en compañía de los occidentales, los presidentes de grandes instituciones que se reúnen una vez al año previo pago de millonarias dietas, a bombo y platillo, los de las grandes palabras y cortos hechos, que se reúnan una noche y salgan en cayuco hacia la nada, con un trozo de tasajo, una manta y una garrafa de agua dulce, por compañeros alguna mujer embarazada, algún niño, hijo de ellos a poder ser. Que vean transcurrir los días y las noches rodeados de agua salada y vayan dejando caer al fondo los cadáveres de los que no resisten el hambre, la sed, el frío y el agotamiento. Un viaje de esos valdrá por toda una vida. Una experiencia semejante solucionaría el problema.