Su última visita fue a Senegal. Desde allí me telefoneó tres veces, de tan emocionado como estaba, sobre todo cuando recaló en Gorée, La Isla de los Esclavos.
Los europeos primero, y sus alumnos respondones norteamericanos después, se han creído siempre el ombligo y los amos del mundo. Desde el llamado por algunos descubrimiento del nuevo mundo, por parte de los europeos, la mano de obra se hizo imprescindible, y les pareció muy bien buscarla en el África Negra. Así, de golpe, destrozaban dos continentes. La buscaron pactando acuerdos, monetarios, con algunas tribus para que secuestraran, a lazo como los animales, a negros más o menos fornidos, a sus propios compañeros de raza y penurias. Debe ser la condición humana.
El negocio, durante siglos, fue de los más lucrativos, como ahora el de la especulación urbanística. Los traficantes sentaron sus reales, las plazas fuertes, a lo largo de la costa africana, antes de embarcarlos para América. Los franceses, en 1683, dieron forma legal a este comercio, y fundaron la “Compañía de Senegal”, a fin de organizar el tráfico de esclavos.
Por la isla de Gorée pasaron portugueses, holandeses, ingleses y franceses. Todos querían hacerse con el control de tan suculento negocio, hasta que, en el XVIII, lo consiguió Francia. Nunca podrá Europa pagar el daño, moral y físico, infligido al continente africano. Tampoco deben tener sus dirigentes muchas ganas de hacerlo. Ellos no han sido, fueron sus antepasados, aunque algunos descendientes se sienten ahora en los tronos de sus países, como el rey de los belgas.
Algo han hecho para enjuagar sus conciencias. Por ejemplo, el rally París-Dakar. Por ejemplo, declarar la Isla de los Esclavos, en 1978, Patrimonio de la Humanidad. Y por fin, también, abrir las puertas del antiguo almacén de esclavos haciendo de ese horror terrible un museo.
En la actualidad, me contaba Jaime, la Isla de los Esclavos, o Gorée, es una pequeña ínsula a pocos kilómetros de Dakar, por donde no circulan coches, sus calles son de tierra, las puertas de las casas permanecen abiertas y delante de ellas, los artesanos ofrecen las piezas salidas de sus manos, ahora ya confiadas. Se habla francés (como en todo Senegal), se practica en general la religión musulmana, gozan de un suave clima oceánico, se come mucho pescado con arroz, y las mujeres, bellísimas como los hombres, visten trajes coloristas, preciosos, unos colores vivísimos, como si quisieran exorcizar el pasado terrible de sus bisabuelos.
Personas con conciencia, gentes que conocen ese pasado, apoyan con su presencia, o quieren compartir aquel dolor lejano con ellos, ser uno de ellos, maldecir con ellos a los blancos europeos que diezmaron el hermoso continente. Una de esas personas es Bob Dylan.
En Gorée todos saben cuánto lloró mientras cantaba, el de Minnesota, al conocer la muerte de su amiga, la princesa Diana de Gales. La solidaridad hace extraños compañeros de viaje. Salvo eso, que es muchísimo, nada más unía a dos seres tan distintos como Bob y Diana. Serían encuentros en actos solidarios, donde ambos se rascaban el bolsillo y el prestigio por los niños de Teresa de Calcuta, o por las minas personales, lo que trabó una profunda amistad entre los dos.
Cuando Dylan supo de la muerte de su amiga, se fue a la Isla de los Esclavos, a llorar, y no me extraña, no creo que exista en el mundo mejor sitio para llorar que ese. Se sabe en Gorée que, mientras enterraban a Diana, Bob Dylan, en la casa de la foto, tocaba su guitarra y su armónica, y cantaba buscando la respuesta en el viento. Pidiendo que le dijera que eso no es cierto, tell me that is isn’t true. Dime, debo saber, dime antes de que me vaya… Mientras, miraba el océano, donde irían a confundirse sus lágrimas y sus suspiros, como queriendo que con ellos el alma de su amiga comprendiera que, allí donde estuviera, él la acompañaba. Prometiéndole que la solidaridad a medias sería, desde ese momento, solidaridad en su memoria, en solitario, pero en su memoria.