domingo, abril 22, 2007

El Sacromonte (Granada)

Leonor miraba absorta, con los ojos brillantes, el pequeño escenario de la cueva del Sacromonte. Percibíamos que era auténtico lo que veíamos y escuchábamos, aunque no fuera espontáneo, sino contratado como espectáculo. Pero cuando los gitanos del Sacromonte salen al tablao para representar una zambra, sienten la zambra, se sabe y se nota. Son los ritos de la boda gitana, el tango gitano, la Zambra del Sacromonte, donde la fiebre va subiendo grados en el cuerpo del gitano o la gitana, transmitiendo a los espectadores una sensación puramente física que sólo desaparecerá a la vista de la Alhambra iluminada, con solo poner un pie fuera de las cuevas.

Será porque, al contrario que en los grandes auditorios, ningún sonido, ninguna sensación, se diluye. Todo permanece en el recinto, mezclándose el sentimiento del que interpreta con las sensaciones de los que ven y escuchan. Será porque aquello que es de verdad vence cualquier resistencia y acaba formando una gran corriente en busca de otras que se le unan, como los ríos. Quizá eso es lo que han hecho siempre los desheredados de esta tierra, no solo de la granadina, quitarse de encima las penas, juntarlas, y quedarse desnudos, sólo con ellos mismos, con lo fundamental, llegando a convertirse en lo mejor que el cielo alberga.
Cuando descendíamos por el Paseo de los Tristes le conté lo de los Plomos del Sacromonte. ¿Por qué se desmontó una historia tan hermosa y se llevaron los plomos a Roma? Dicen que esas docenas de pequeñas piezas de plomo, políglotas (un a modo de piedras de Roseta, pero en espiritual) sería obra de moriscos después del levantamiento de las Alpujarras, y sólo pretendían ¡sólo! conciliar el Cristianismo con el Islam. Estas cosas sólo son posibles en Granada.
Acordamos pasar nuestra corta estancia en el Albayzín, Sacromonte y la Alhambra, y dejar para otro viaje la ruta de mi admirado García Lorca. Y no nos arrepentimos. El recuerdo de la Granada de los veranos de mi infancia no se había agrandado, como acostumbra a pasar con los recuerdos. Será porque desde entonces he leído sobre ella todo lo que ha caído en mis manos, será por Lorca, será por aquella foto que Ian Gibson hace aparecer en una de sus obras de investigación, donde se ven a los trabajadores del Albayzín, con los brazos en alto y los monos azules, esperando ser recibidos por los camisas del mismo color, junto a un puente sobre el Darro. Será también porque desde que vi esa foto, he imaginado a la fuente del Avellano lanzando sangre, en lugar de agua, sobre el río. El caso fue que Granada me pareció mucho más hermosa que los recuerdos conservados durante años y años. Y eso que los jazmines aún no habían florecido.
En el Albayzín no se nota la angustia y la tragedia, el cansancio umbroso y soleado que describiera Lorca. Tampoco el turismo ha hecho demasiados estragos. Será porque el turista se acerca al Albayzín con el respeto propio del que acude a un templo, para ver a la gente tomar el sol en las puertas, a las mujeres hacer moñas de jazmines, o a escuchar los sonidos de las cacerolas, como en cualquier barrio del mundo. Será porque en ese barrio se encalan las casas y siempre aparecen blancas, por estrechas que sean las callejuelas, por dificultad que el sol encuentre para iluminarlas. Será por las flores, pero nosotras no notamos ni angustia ni tragedia. ¿Acaso el poeta, con su sensibilidad, escuchó todavía lamentos de los musulmanes cuando fueron obligados a convertirse en moriscos por los Reyes Católicos?
La megalomanía del nieto, Carlos V, hizo que se construyera en el recinto de la Alhambra el único elemento disonante de la fascinante ciudad, el palacio que lleva su nombre, una mole construida, como después harían los fascistas, para impresionar. Un edificio que parece querer aniquilar la delicadeza, la sensibilidad, el encaje de bolillos, que son los palacios nazaríes.
Sólo eché de menos a una señora que, hace más de cuarenta años, sentada en una silla con la canasta plana sobre sus rodillas, tapada con un delicado trapo blanco, vendía ochíos recién hechos.
Cuando mi hijo mayor, Israel, tenía dos años, le enseñé a decir “Dale limosna mujer, que no hay en el mundo nada, como la pena de ser ciego en Granada”. Nada más cierto.

1 comentario:

laricp dijo...

Saludos y te felicito.
Te mando unos enlaces donde puedes leer otra visión de Granada.

Saludos: Cas_orla

Para ti, desde Granada
http://laricp-desdegranada.blogspot.com/

Tus últimos días en Granada
http://laricp-casorla.blogspot.com/