En el entorno de los núcleos de población no cabe más suciedad. En cuanto llega la primavera y la gente sale a pasear se encuentra, junto a las flores más hermosas, los tallos más verdes y tiernos y los insectos de bellísimos colores, un cúmulo de mierda (vamos a llamarlo como es), que hace que se dude seriamente del estado mental de muchos ciudadanos.
El uso y abuso de los vehículos por un lado, las nuevas construcciones por otro, los remiendos permanentes a las ya edificadas, el arreglo de carreteras, puentes, cañadas, veredas y viaductos y, sobre todo, por encima de todo, la malísima educación de algunas personas, convierten los alrededores de los núcleos habitados en repugnantes vertederos.
Y aquí no hay nada que decir de los ayuntamientos, ni de otras administraciones. No existe servicio de limpieza que pueda competir con la gente a la que sólo cabe darle un calificativo, el de sucia.
Desde los vehículos hemos visto durante toda la vida arrojar cualquier cosa a la carretera: pañales sucios, cigarros encendidos, botes de refrescos, lo que sea. Hasta el punto de que recientemente aparecen unos carteles rogando y agradeciendo que no se tire la basura por las ventanillas. Una vergüenza este ruego que debería hacer enrojecer a todo aquel que practique ese deporte. Toda esta basura hace de las cunetas vertederos continuos por entre los cuales la naturaleza intenta abrirse paso y las personas también.
Los entornos de las nuevas edificaciones y los de los remiendos permanentes de las antiguas, aparecen con paquetes vacíos de cigarrillos, latas de refrescos, botellas de plástico que tardarán en desaparecer años y años, restos de cemento, pegotes de alquitrán seco, maderas viejas, trapos asquerosos. Una sinfonía de desidia. Otro tanto puede decirse de las carreteras y caminos que se arreglan o desarreglan, según se interprete.
Esta mañana he llegado a ver, al pie mismo de un contenedor, una bolsa de basura destripada. Lo he abierto, por si estuviera a rebosar, pero no, estaba casi vacío. Cerca de la playa, entre una hermosa naturaleza distinta a la de montaña, y más interesante si cabe, entre los matorrales, algunos ciudadanos (por llamarles de alguna forma) forman pequeños basureros. Unos tiran una bolsa de basura, y otros siguen el ejemplo.
No hace falta interrogarse sobre cómo nos verán los extranjeros (pregunta frecuente), valdría más pararse un momento, antes de tirar el paquete de cigarrillos vacío al suelo en lugar de en la papelera de cinco metros, antes de escupir al suelo el medio kilo de pipas, antes de lanzar por la ventanilla del coche la basura, o después de haber construido un maravilloso conjunto de chaletes acosados, y pensar cómo nos vemos nosotros, cómo somos realmente, capaces de guarrear la propiedad común y rompernos las manos limpiando la propia.
Mucha educación para la ciudadanía es lo que hace falta, en contra de lo que digan los obispos.
El uso y abuso de los vehículos por un lado, las nuevas construcciones por otro, los remiendos permanentes a las ya edificadas, el arreglo de carreteras, puentes, cañadas, veredas y viaductos y, sobre todo, por encima de todo, la malísima educación de algunas personas, convierten los alrededores de los núcleos habitados en repugnantes vertederos.
Y aquí no hay nada que decir de los ayuntamientos, ni de otras administraciones. No existe servicio de limpieza que pueda competir con la gente a la que sólo cabe darle un calificativo, el de sucia.
Desde los vehículos hemos visto durante toda la vida arrojar cualquier cosa a la carretera: pañales sucios, cigarros encendidos, botes de refrescos, lo que sea. Hasta el punto de que recientemente aparecen unos carteles rogando y agradeciendo que no se tire la basura por las ventanillas. Una vergüenza este ruego que debería hacer enrojecer a todo aquel que practique ese deporte. Toda esta basura hace de las cunetas vertederos continuos por entre los cuales la naturaleza intenta abrirse paso y las personas también.
Los entornos de las nuevas edificaciones y los de los remiendos permanentes de las antiguas, aparecen con paquetes vacíos de cigarrillos, latas de refrescos, botellas de plástico que tardarán en desaparecer años y años, restos de cemento, pegotes de alquitrán seco, maderas viejas, trapos asquerosos. Una sinfonía de desidia. Otro tanto puede decirse de las carreteras y caminos que se arreglan o desarreglan, según se interprete.
Esta mañana he llegado a ver, al pie mismo de un contenedor, una bolsa de basura destripada. Lo he abierto, por si estuviera a rebosar, pero no, estaba casi vacío. Cerca de la playa, entre una hermosa naturaleza distinta a la de montaña, y más interesante si cabe, entre los matorrales, algunos ciudadanos (por llamarles de alguna forma) forman pequeños basureros. Unos tiran una bolsa de basura, y otros siguen el ejemplo.
No hace falta interrogarse sobre cómo nos verán los extranjeros (pregunta frecuente), valdría más pararse un momento, antes de tirar el paquete de cigarrillos vacío al suelo en lugar de en la papelera de cinco metros, antes de escupir al suelo el medio kilo de pipas, antes de lanzar por la ventanilla del coche la basura, o después de haber construido un maravilloso conjunto de chaletes acosados, y pensar cómo nos vemos nosotros, cómo somos realmente, capaces de guarrear la propiedad común y rompernos las manos limpiando la propia.
Mucha educación para la ciudadanía es lo que hace falta, en contra de lo que digan los obispos.
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