Entre todos los inmigrantes que recibimos en este país nuestro, los que más me impresionan son los suramericanos y los subsaharianos. Los unos por la lejanía y la dificultad que representa para ellos el volver a sus países con frecuencia. Los otros por la forma en que, generalmente, llegan a España. Tal vez todas las migraciones sean igual de dolorosas, de desgarradas, pero esas me parecen aún más.
Tampoco es igual que arrive al país toda la familia, o el núcleo central, sobre todos los hijos, a que uno de ellos emprenda la aventura en solitario para tratar de conseguir la reagrupación.
He conocido casos directos –Buba, Alí, Angélica, Bibiana…- y les he visto llorar de soledad y angustia, ahogarse de congoja hasta enfermar. Vivir solo pensando en los hijos, visionando cintas donde aparecen las criaturas enviando besos a los papás, pidiéndoles que vuelvan pronto, que se apresuren a arreglar los papeles para poder estar juntos, sin lograr acabar el mensaje, impidiéndoselo las lágrimas infantiles, que son las más desoladoras. Y he visto a los padres derrumbarse, con un nudo en el estómago, con la impotencia en los ojos, aguantando a señoras tiranas –el caso de Bibiana- que les amenazan con paralizarles –más si cabe- la resolución del problema (léase los papeles) si osan abandonar el cuidado de su casa burguesa a cuatro o cinco euros la hora.
He visto a unas guapísimas yemeníes, pararse con los ojos inundados de lágrimas, viendo a grupos de muchachitos cantar alegremente, recordando a los suyos. Cualquier cosa, por insignificante que sea, les recuerda a sus hijos. O mejor sería decir que siempre les llevan con ellos, impidiéndoles ser felices ni un instante.
Y qué decir de aquellos que arriesgan la vida –con mucha posibilidad de perderla- para llegar a España, u otro país europeo, buscando algo que no existe, una quimera que les romperá el corazón, si no lo pierden antes en el océano. A veces encuentran algo, sí, algo, no lo que esperaban, pero estarán solos, añorando la aldea, soñando la aldea que podría haber llegado a ser, si en algún momento al primer mundo ahíto se le ocurriera poner en práctica el concepto solidaridad.
Es un drama la inmigración, y los españoles lo sabemos muy bien. Todavía veo documentales en la televisión catalana, donde exiliados políticos en Méjico, u otros países, lloran recordando su tierra, deseando volver a ella aunque sea después de muertos. Documentales de aquellos que marchaban a Alemania o Suiza (ahora a dos horas de avión), y se lamentan de que los hijos dejados al cuidado de la familia no han superado –ni los padres tampoco- el drama que supuso la separación.
Casi nadie está preparado para ser cosmopolita, ciudadano del mundo, y esas cosas que se dicen tantas veces sin pensar. Casi nadie es feliz fuera de su familia, sobre todo si existen los hijos. Por eso, insisto, las migraciones son dramas personales, que sumados, dan por resultado un drama más grande aún.
Cuando veo, o escucho, a los bárbaros descerebrados atacar, o atemorizar, a los inmigrantes, me asalta un sentimiento de injusticia y hasta de culpa. Y cuando escucho los lamentos de quienes aseguran que todas las subvenciones, todas las ventajas, son para los inmigrantes, pienso de qué madera estamos hechos, cómo es posible que un ser humano sea incapaz de ponerse en el lugar del otro y comprenderle.
Y esto sólo por analizar el lado humano, porque del económico, habría que preguntarse si España es en la actualidad el país objeto del deseo de los trabajadores, es decir rico, sólo gracias a los españoles, o desde hace años los inmigrantes están colaborando para llegar a donde lo hemos hecho.
Tampoco es igual que arrive al país toda la familia, o el núcleo central, sobre todos los hijos, a que uno de ellos emprenda la aventura en solitario para tratar de conseguir la reagrupación.
He conocido casos directos –Buba, Alí, Angélica, Bibiana…- y les he visto llorar de soledad y angustia, ahogarse de congoja hasta enfermar. Vivir solo pensando en los hijos, visionando cintas donde aparecen las criaturas enviando besos a los papás, pidiéndoles que vuelvan pronto, que se apresuren a arreglar los papeles para poder estar juntos, sin lograr acabar el mensaje, impidiéndoselo las lágrimas infantiles, que son las más desoladoras. Y he visto a los padres derrumbarse, con un nudo en el estómago, con la impotencia en los ojos, aguantando a señoras tiranas –el caso de Bibiana- que les amenazan con paralizarles –más si cabe- la resolución del problema (léase los papeles) si osan abandonar el cuidado de su casa burguesa a cuatro o cinco euros la hora.
He visto a unas guapísimas yemeníes, pararse con los ojos inundados de lágrimas, viendo a grupos de muchachitos cantar alegremente, recordando a los suyos. Cualquier cosa, por insignificante que sea, les recuerda a sus hijos. O mejor sería decir que siempre les llevan con ellos, impidiéndoles ser felices ni un instante.
Y qué decir de aquellos que arriesgan la vida –con mucha posibilidad de perderla- para llegar a España, u otro país europeo, buscando algo que no existe, una quimera que les romperá el corazón, si no lo pierden antes en el océano. A veces encuentran algo, sí, algo, no lo que esperaban, pero estarán solos, añorando la aldea, soñando la aldea que podría haber llegado a ser, si en algún momento al primer mundo ahíto se le ocurriera poner en práctica el concepto solidaridad.
Es un drama la inmigración, y los españoles lo sabemos muy bien. Todavía veo documentales en la televisión catalana, donde exiliados políticos en Méjico, u otros países, lloran recordando su tierra, deseando volver a ella aunque sea después de muertos. Documentales de aquellos que marchaban a Alemania o Suiza (ahora a dos horas de avión), y se lamentan de que los hijos dejados al cuidado de la familia no han superado –ni los padres tampoco- el drama que supuso la separación.
Casi nadie está preparado para ser cosmopolita, ciudadano del mundo, y esas cosas que se dicen tantas veces sin pensar. Casi nadie es feliz fuera de su familia, sobre todo si existen los hijos. Por eso, insisto, las migraciones son dramas personales, que sumados, dan por resultado un drama más grande aún.
Cuando veo, o escucho, a los bárbaros descerebrados atacar, o atemorizar, a los inmigrantes, me asalta un sentimiento de injusticia y hasta de culpa. Y cuando escucho los lamentos de quienes aseguran que todas las subvenciones, todas las ventajas, son para los inmigrantes, pienso de qué madera estamos hechos, cómo es posible que un ser humano sea incapaz de ponerse en el lugar del otro y comprenderle.
Y esto sólo por analizar el lado humano, porque del económico, habría que preguntarse si España es en la actualidad el país objeto del deseo de los trabajadores, es decir rico, sólo gracias a los españoles, o desde hace años los inmigrantes están colaborando para llegar a donde lo hemos hecho.
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