Que la especulación urbanística se está cargando el patrimonio de las ciudades, villas y aldeas es algo que, por repetido, parece que nadie lo oye, nadie lo lee y, si se oye o se lee, ni se escucha ni se aprehende. Como si fuera algo inevitable. Algo natural, como que llueva en otoño.
Por otro lado, a los nuevos ricos (todos gracias al ladrillo o a poner el cazo para que los del ladrillo se lo llenen) les da igual lo que compran y donde lo compran. Invertir en ladrillos es lo que cuenta, cuando antes, los ricos, invertían en Arte, en primeras ediciones, en palacetes, pero para vivir en ellos previa restauración, no para tirarlos y construir bloques de apartamentos.
Si la especulación (esa de los billetes de quinientos euros que ahora investiga Hacienda), se ha cargado ya media España, en las costas catalanas, en las de Levante y en el Sur, se lo han cargado todo. Se han pasado las playas, los aigüamolls, las calas, los riscos, las torres de vigía y todo, absolutamente todo, por la entrepierna de ellos y del resto que les apoya.
Han construido en las rieras, y el agua de las lluvias, año tras año, inunda las casas y se lleva los vehículos. Han comprado las voluntades de choricetes tipo los ediles de Marbella. Han convertido en melena de campana árboles centenarios, y todo, para construir horribles apartamentos, despersonalizadas casas apareadas, insufribles chaletes acosados, parques infantiles que jamás, nunca, son revisados, repintados, limpiados. Y la gente sigue tragando.
No contentos con urbanizar viñedos, oliveras, parques naturales y lo que se interponga entre los ladrillos y los bolsillos, llaman a lo antiguo y venerable, viejo, y arremeten contra los cascos urbanos y contra la salud mental de algunos habitantes quienes, ajenos a esta especulación, desean que el patrimonio se conserve, no el de sus pueblos de nacimiento, sino todo aquel que merezca la pena conservarse.
La Costa Dorada de Tarragona es un ejemplo de lo que escribo y, entre ellos, el otrora bellísimo pueblo de Creixell. Casas del siglo XVIII sin cuidar, porque sus propietarios están esperando una oferta para ser derribadas y sustituidas por horribles pisos, vulgares viviendas, de hormigón revocado. Y tendrán la oferta, seguro.
Todo esto del ladrillo y la especulación acabará en cuanto que a los gobiernos central y autonómicos les de la gana de intervenir. Esto no puede continuar mucho tiempo. Cuando, por fin, acabe, los pueblos serán auténticos adefesios, vulgares villorrios al gusto de los años sesenta y setenta, sitios donde nadie, nadie, acudirá, porque nada les invitará a ello. Y entonces ¿quién va a ser el responsable del desaguisado urbanístico?
Desengañémonos, un buen día, la gente volverá a la cordura, el turismo de calidad se impondrá (ya comienza a hacerlo), y entonces lo que venderá será el Arte, la Cultura, la Historia. Interesa ir invirtiendo en estos temas, con mucha más clase y mucho más interés que las moles de hormigón.
Por otro lado, a los nuevos ricos (todos gracias al ladrillo o a poner el cazo para que los del ladrillo se lo llenen) les da igual lo que compran y donde lo compran. Invertir en ladrillos es lo que cuenta, cuando antes, los ricos, invertían en Arte, en primeras ediciones, en palacetes, pero para vivir en ellos previa restauración, no para tirarlos y construir bloques de apartamentos.
Si la especulación (esa de los billetes de quinientos euros que ahora investiga Hacienda), se ha cargado ya media España, en las costas catalanas, en las de Levante y en el Sur, se lo han cargado todo. Se han pasado las playas, los aigüamolls, las calas, los riscos, las torres de vigía y todo, absolutamente todo, por la entrepierna de ellos y del resto que les apoya.
Han construido en las rieras, y el agua de las lluvias, año tras año, inunda las casas y se lleva los vehículos. Han comprado las voluntades de choricetes tipo los ediles de Marbella. Han convertido en melena de campana árboles centenarios, y todo, para construir horribles apartamentos, despersonalizadas casas apareadas, insufribles chaletes acosados, parques infantiles que jamás, nunca, son revisados, repintados, limpiados. Y la gente sigue tragando.
No contentos con urbanizar viñedos, oliveras, parques naturales y lo que se interponga entre los ladrillos y los bolsillos, llaman a lo antiguo y venerable, viejo, y arremeten contra los cascos urbanos y contra la salud mental de algunos habitantes quienes, ajenos a esta especulación, desean que el patrimonio se conserve, no el de sus pueblos de nacimiento, sino todo aquel que merezca la pena conservarse.
La Costa Dorada de Tarragona es un ejemplo de lo que escribo y, entre ellos, el otrora bellísimo pueblo de Creixell. Casas del siglo XVIII sin cuidar, porque sus propietarios están esperando una oferta para ser derribadas y sustituidas por horribles pisos, vulgares viviendas, de hormigón revocado. Y tendrán la oferta, seguro.
Todo esto del ladrillo y la especulación acabará en cuanto que a los gobiernos central y autonómicos les de la gana de intervenir. Esto no puede continuar mucho tiempo. Cuando, por fin, acabe, los pueblos serán auténticos adefesios, vulgares villorrios al gusto de los años sesenta y setenta, sitios donde nadie, nadie, acudirá, porque nada les invitará a ello. Y entonces ¿quién va a ser el responsable del desaguisado urbanístico?
Desengañémonos, un buen día, la gente volverá a la cordura, el turismo de calidad se impondrá (ya comienza a hacerlo), y entonces lo que venderá será el Arte, la Cultura, la Historia. Interesa ir invirtiendo en estos temas, con mucha más clase y mucho más interés que las moles de hormigón.