¿Qué tendrá Mallorca –me había preguntado muchas veces- para ser reclamo de artistas, de escritores, de bohemios? Hace unos años recibimos un correo electrónico de Sant Joan, pueblo del interior de la isla, recabando información sobre cierto personaje histórico que vivió en Soria sus últimos días y fue inhumado en la ciudad castellana de la Altimeseta.
Una pedante al uso diría que ese correo significó un antes y un después. Pero en realidad supuso un enriquecimiento personal importante, porque gracias a él tuve ocasión de conocer a unos seres ricos en valores humanos, que es la única riqueza perdurable, sólida y alejada de toda sospecha en la adquisición de la misma.
Intercambiamos conocimientos. Un día, al principio del ir y venir electrónico, Pep –Josep Mas i Llaneres- me preguntó cuánto tenía que pagarme por algo –no recuerdo- que le envié por correo normal, y le pedí que me regalara algún libro sobre Mallorca. Su generosidad sin límites le llevó a regalarme el mejor, “Malloca”, del Archiduque Luis Salvador, un volumen de casi setecientas páginas, una belleza bibliográfica con grabados antiguos, que despertó en mí el deseo de conocer la isla.
Y como una persona así se rodea de los mejores o, como diría Ortega y Gasset en el artículo que escribió sobre el soriano José Tudela, “es amante de lo excelente”, Pep tiene por amigos a Clemente (el pintor bohemio de largos cabellos canos y capa negra), Rosario (su mujer extremeña), Miquel (el tímido profesor) y tantos otros quienes, un buen día, decidieron que ya no podía negarme más a visitarles y nos invitaron Leonor, mi hija, y a mí a esa hermosa isla que les sirve de buen soporte. A las pocas horas de aceptar, teníamos los pasajes en la agencia de viajes.
Sinceramente, contar cómo nos sentimos Leonor y yo en casa de Pep, con su esposa Marga, y con su madre, madó Marguelide, además de con la familia de Marga, significaría desnudar demasiado los sentimientos.
Entre pactos de caballeros, reuniones manducatorias con personas unidas por el amor a la Historia de Mallorca y a su dinastía, finiquitada en los albores del siglo XV y no a mediados del XIV, gracias al honor y tesón de quien siempre se hizo llamar Ysabellis, regine Majoricarum, vino de casa, vino del Arxiduc, arroç brut, sopas mallorquinas, butifarra casera y un a modo de caricaturas que nos hizo la niña Tanit, fuimos visitando la Isla.
La Sierra del Oeste, Deià, el monasterio de Lluc, Valldemossa (George Sand no entendió a las mallorquinas), la decadente y romántica casa del Arxiduc, desde cuyos jardines vería arribar la nave de su prima la emperatriz Isabel (Sissi para los cursis) y la mar siempre presente, colándose por la roca foradada, sin pieles que refrescar, ni reales ni plebeyas. Era invierno, pero sólo se notaba en la ausencia de turistas, por lo demás, todo olía a hierbabuena aunque aún las hojas estuvieran en el limbo, y a aceite, que los frutos sí colgaban maduros de los olivos varias veces centenarios, y los trujales de la possesions (que aparecen por aquí y por allá, recuerdo del pago que los reyes y los nobles hacían a los que le apoyaban) rezumaban la suavidad del óleo sanador y ungidor.
Después, en Tarragona, me dí cuenta de que, en una de las rutas, Pep nos había hecho recorrer la de Lluchmajor, o mejor, la ruta que Jacme III siguió el verano de 1349 para tratar de recuperar su reino, invadido por Pere el Cerimoniós. Nunca el sentimiento imperialista fue bueno, ni tan siquiera en el siglo XIV. La bahía de Pollença, Alcúdia (un auténtico espectáculo sus murallas medievales iluminadas), Sa Pobla (Huyalfàs fue su primer nombre, del árabe, y dicen que significa “agua de prado”), Muro, Inca, Sineu (donde todavía aparecen los restos de uno de los palacios de los Reyes de Mallorca, mandado construir por Jaume II en el año 1309), Porreres, y Lluchmajor…, donde el rey legítimo perdió definitivamente el reino y con él hasta la misma cabeza. En el centro del pueblo han levantado un monumento a Jaume III, en el mismo campo de batalla.
La Ciudad. La Almudaina y sus jardines donde Jacme e Isabel jugaban sin adivinar sus tristes destinos. Bellver, donde sufrieron la primera cautividad. La hermosa catedral, con ajustes de Gaudí y su vegetación reusenc, mediterránea también, esperando los restos del último rey, el dissortat Jacme, ¡más de seis siglos en frías tierras! El mausoleo de Raimon Llull, el call. Una ciudad mediterránea encantadora, a la medida del hombre (Pep tuvo el buen gusto de no llevarnos a ver chalets, casas acosadas y barcos de la realeza).
Sí visitamos, en Sant Joan, el santuario de la Mare de Déu de Consolació, del siglo XIII donde, cada año por Viernes Santo, tiene lugar el Desvallament, en el que Pep participa.
Como tal vez dijera Ysabellis, la última reina de la monarquía mallorquina, recordando su reino en compañía de su vieja ama, Mallorca es como la nota que arranca el juglar a la tiorba, y se alarga y eleva, y va descendiendo hasta enmudecer en la suave curva de una ola. Mallorca huele a alfábrega. Y a la vez es brava como la costa de Pollensa donde se cobijaban las crías de los halcones que tanto agradaban a mi tío Sanç, a mi tío Pagà, a mi padre…
Una pedante al uso diría que ese correo significó un antes y un después. Pero en realidad supuso un enriquecimiento personal importante, porque gracias a él tuve ocasión de conocer a unos seres ricos en valores humanos, que es la única riqueza perdurable, sólida y alejada de toda sospecha en la adquisición de la misma.
Intercambiamos conocimientos. Un día, al principio del ir y venir electrónico, Pep –Josep Mas i Llaneres- me preguntó cuánto tenía que pagarme por algo –no recuerdo- que le envié por correo normal, y le pedí que me regalara algún libro sobre Mallorca. Su generosidad sin límites le llevó a regalarme el mejor, “Malloca”, del Archiduque Luis Salvador, un volumen de casi setecientas páginas, una belleza bibliográfica con grabados antiguos, que despertó en mí el deseo de conocer la isla.
Y como una persona así se rodea de los mejores o, como diría Ortega y Gasset en el artículo que escribió sobre el soriano José Tudela, “es amante de lo excelente”, Pep tiene por amigos a Clemente (el pintor bohemio de largos cabellos canos y capa negra), Rosario (su mujer extremeña), Miquel (el tímido profesor) y tantos otros quienes, un buen día, decidieron que ya no podía negarme más a visitarles y nos invitaron Leonor, mi hija, y a mí a esa hermosa isla que les sirve de buen soporte. A las pocas horas de aceptar, teníamos los pasajes en la agencia de viajes.
Sinceramente, contar cómo nos sentimos Leonor y yo en casa de Pep, con su esposa Marga, y con su madre, madó Marguelide, además de con la familia de Marga, significaría desnudar demasiado los sentimientos.
Entre pactos de caballeros, reuniones manducatorias con personas unidas por el amor a la Historia de Mallorca y a su dinastía, finiquitada en los albores del siglo XV y no a mediados del XIV, gracias al honor y tesón de quien siempre se hizo llamar Ysabellis, regine Majoricarum, vino de casa, vino del Arxiduc, arroç brut, sopas mallorquinas, butifarra casera y un a modo de caricaturas que nos hizo la niña Tanit, fuimos visitando la Isla.
La Sierra del Oeste, Deià, el monasterio de Lluc, Valldemossa (George Sand no entendió a las mallorquinas), la decadente y romántica casa del Arxiduc, desde cuyos jardines vería arribar la nave de su prima la emperatriz Isabel (Sissi para los cursis) y la mar siempre presente, colándose por la roca foradada, sin pieles que refrescar, ni reales ni plebeyas. Era invierno, pero sólo se notaba en la ausencia de turistas, por lo demás, todo olía a hierbabuena aunque aún las hojas estuvieran en el limbo, y a aceite, que los frutos sí colgaban maduros de los olivos varias veces centenarios, y los trujales de la possesions (que aparecen por aquí y por allá, recuerdo del pago que los reyes y los nobles hacían a los que le apoyaban) rezumaban la suavidad del óleo sanador y ungidor.
Después, en Tarragona, me dí cuenta de que, en una de las rutas, Pep nos había hecho recorrer la de Lluchmajor, o mejor, la ruta que Jacme III siguió el verano de 1349 para tratar de recuperar su reino, invadido por Pere el Cerimoniós. Nunca el sentimiento imperialista fue bueno, ni tan siquiera en el siglo XIV. La bahía de Pollença, Alcúdia (un auténtico espectáculo sus murallas medievales iluminadas), Sa Pobla (Huyalfàs fue su primer nombre, del árabe, y dicen que significa “agua de prado”), Muro, Inca, Sineu (donde todavía aparecen los restos de uno de los palacios de los Reyes de Mallorca, mandado construir por Jaume II en el año 1309), Porreres, y Lluchmajor…, donde el rey legítimo perdió definitivamente el reino y con él hasta la misma cabeza. En el centro del pueblo han levantado un monumento a Jaume III, en el mismo campo de batalla.
La Ciudad. La Almudaina y sus jardines donde Jacme e Isabel jugaban sin adivinar sus tristes destinos. Bellver, donde sufrieron la primera cautividad. La hermosa catedral, con ajustes de Gaudí y su vegetación reusenc, mediterránea también, esperando los restos del último rey, el dissortat Jacme, ¡más de seis siglos en frías tierras! El mausoleo de Raimon Llull, el call. Una ciudad mediterránea encantadora, a la medida del hombre (Pep tuvo el buen gusto de no llevarnos a ver chalets, casas acosadas y barcos de la realeza).
Sí visitamos, en Sant Joan, el santuario de la Mare de Déu de Consolació, del siglo XIII donde, cada año por Viernes Santo, tiene lugar el Desvallament, en el que Pep participa.
Como tal vez dijera Ysabellis, la última reina de la monarquía mallorquina, recordando su reino en compañía de su vieja ama, Mallorca es como la nota que arranca el juglar a la tiorba, y se alarga y eleva, y va descendiendo hasta enmudecer en la suave curva de una ola. Mallorca huele a alfábrega. Y a la vez es brava como la costa de Pollensa donde se cobijaban las crías de los halcones que tanto agradaban a mi tío Sanç, a mi tío Pagà, a mi padre…
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