Foto Agustín Muñoz. Diario de Jaén
Dentro
de siete años se cumplirán doscientos de la fundación de Otíñar
(los colonos y descendientes decimos Otiña), o Santa Cristina. Tal
vez, con el corazón puesto en esa efeméride, se ha rodado la
película documental “Otíñar, un pueblo con amo”. Tres pases en
dos días, más los que se irán sucediendo, en un salón lleno -el
del recién inaugurado Museo Ibero-, da idea del poder de evocación
que el topónimo “Otíñar” tiene para los pocos colonos que
todavía viven y los muchos descendientes que crecen sin parar.
Los
documentos son fríos, pero tozudos, no tienen alma y el investigador
debe contener su necesidad de otorgársela. Tampoco debe leer y
transcribir esos documentos ni con la mirada actual, ni con la suya
propia. Cuando el rey Fernando VII, de infausta memoria (a día de
hoy y durante toda la Historia), capaz de celebrar los triunfos del
francés en su propia patria arrebatada, dio en señorío unas
tierras, pululaban por buena parte de Andalucía bandidos a quienes
hoy daríamos otro apelativo más justo. Unos bandoleros que el
propio rey había creado con su política. Por aquellos años, no lo
olvidemos, el rey no sólo reinaba, era una monarquía absolutista.
Y, tal vez lo más importante, fueron años en que los españoles
(muchos de ellos, la mayoría) gritaban “¡Vivan las cadenas!”, o
“las caenas”, posicionándose así en contra de la Constitución
de 1812. Por aquellos años no existía más Justicia que aquella que
el rey estuviera dispuesto a otorgar. En ese caldo de cultivo se
concedió la baronía de Otíñar.
Dicen
que el rey Fernando VII agradaba al pueblo español porque era
castizo, de vez en cuando se acordaba de los pobres, tocaba bien la
guitarra, aunque en materia de gobernación fuese un desastre, algo
que al pueblo llano le importaba más bien poco. Se casó cuatro
veces, la última con su sobrina carnal, hija de su hermana, veinte
años más joven que él, una princesita que le sobrevivió cuarenta
y cinco años y quien, en cuanto que un alabardero le ofreció un
pañuelo donde recoger sus reales secreciones nasales, se aferró a
él y procreó bastantes Muñoz Borbón, o Rianzares, título que
concedió a su segundo marido. Juerguista el rey Fernando, se hizo
amigo del primer señor de Otíñar o Santa Cristina, de quien se
dice blanqueaba los dineros de un bandolero, cuyo retorno (si es que
se habían ido) propició el rey Fernando con su política y los Cien
mil hijos de San Luis llegados de Francia a sustituir al ejército
del que el rey no se fiaba ni un pelo. Este hecho lo recoge Antero
Jiménez Antonio en su novela, basada en hechos reales, “La
maldición del corregidor”, que trata sobre los Botija, naturales
de Torredelcampo. Parece ser que Jacinto Cañada y Rojo era amigo de
este grupo de bandoleros, o proscritos, y en algún momento les
facilitó cobijo en Otíñar: “Don Jacinto los ocultó todo el
tiempo que pudo y mis hermanos se sintieron como en casa propia, e
incluso pudieron ir varias veces a escondidas a Torredelcampo”.
Parece ser que el algún momento de la historia de los Botijas, según
narra Antero Jiménez, los pueblos de la Sierra Sur de Jaén
estuvieron enseñoreados por ellos: “Además de los pueblos ya
citados, desde la Pandera a Otíñar, desde Jabalcuz hasta los
Morteros, y desde allí hasta Martos, la cismática banda del menor
de los Botijas imponía su ley”.
Ubiquemos Otíñar. Jaén
es una provincia marcada por las sierras de la Subbética y
prebética, escarpadas y con abundantes almacenes de agua, que
propician el nacimiento de varios ríos, los más importantes el
Guadalquivir y el Segura. Míticas suenan a los oídos Sierra Morena,
Despeñaperros, Cazorla, Segura, Mágina, Jabalcuz y la Sierra Sur,
entre otras, donde se ubica Otíñar. La quinta parte del territorio
de Jaén cuenta con protección: el Parque Natural de la sierra de
Cazorla, Segura y Las Villas es el más extenso, y a él se le unen
otros como el Parque Natural de la Sierra de Andújar, o el de
Despeñaperros, y rodeando la propia capital el Periurbano de Santa
Catalina. Sabido es que los antiguos pobladores se instalaban en
lugares donde abundara el agua, por consiguiente la caza y, muy
importante, donde pudieran protegerse de otras tribus. En Jaén no
había necesidad de construir murallas, salvo en los pueblos de la
campiña. Por eso abundan las pinturas rupestres y los abrigos
rocosos en un territorio de íberos, el de los oretanos, cuyo
significado, precisamente, es montañeses. Por la provincia de Jaén
han pasado todos los pueblos, todas las civilizaciones: cartagineses,
romanos, almorávides, almohades y castellanos.
Otíñar
es un compendio de todo lo anterior. La Sierra Sur, el río
Quiebrajano, pinturas rupestres, el abrigo del Toril con
inscripciones, paredes que rezuman agua como el Covarrón, dolmen,
calzada romana, camino medieval, castillo protector de ese camino.
Ahí, en ese espacio mágico, cerca del castillo de Otíñar, que
vigilaba el paso de Jaén a Granada y protegía una aldea medieval,
en unos terrenos que pasados los años se ha demostrado no le
pertenecía ni al primer señor, ni al rey, allí, rodeado de nombres
pensados para la poesía, de riquezas históricas, de pinturas
rupestres y petroglifos, el señor edificó unas casas, parceló un
terreno, y como Dios en la creación, dio a cada familia lo que pensó
era conveniente para la subsistencia. Ya Carlos III lo había hecho
en las Nuevas Poblaciones, hizo llegar a gentes de centro Europa. El
primer señor, Cañada de apellido, no fue tan lejos. El rey le había
concedido una baronía, la de Otíñar, que no se mantuvo, tal vez
porque los descendientes nunca pagaron el impuesto de la media
annata, indispensable para suceder en el título. En este entorno
tocado por todos los dioses que el hombre sea capaz de adorar, está
rodada en buena parte la película “Otíñar, un pueblo con amo”.
Existe
un informe demoledor, firmado en 1831 por Juan Gabriel de Bonilla,
donde acusa al primer barón de aprovecharse de los terrenos para
hacer una empresa lucrativa cuando, en la esencia de la nueva
población está, precisamente, el hecho de que le sea dispendiosa y
procure ventajas al Estado. Y tan lucrativa, que quemó el monte para
extraer madera y elaborar carbón y arrendó los pastos por un precio
superior al interés del canon. Con ser todo muy curioso, además de
previsible desde la óptica actual, llama especialmente la atención
el que entre las condiciones para la fundación de la aldea de Otíñar
estuviera la de creación de la Casa-Concejo. Si todo era privado, si
existía un amo en aquellas tierras, no se entiende que se le obligue
a tener Concejo. El Concejo o la Casa Consistorial era el lugar donde
se reunían los concejales para solucionar los problemas del pueblo o
la villa. Existían (y en algunos pueblos de Castilla todavía
existen) los Concejos abiertos, donde se convocan a todos los vecinos
y no sólo a los representantes. Lo de Casa-Concejo en Otiña tiene
todos los visos de tratarse de una ironía, o no, ya que finalmente
la Casa-Concejo debió servir de residencia a los amos, los
auténticos alcaldes in pectore.
Naturalmente
y nada más fundar la aldea, fue necesario habilitar un espacio para
cementerio. Allí, serían enterrados los colonos, en la tierra. Creo
que es la mejor forma de ser enterrado, confundidos con la tierra
madre, abonándola, haciendo que de los restos mortales surja de
nuevo vida. Y también fueron entregados a la tierra los señores.
De los colonos no podemos encontrar ahora ni un trozo de la cruz de
madera, o de hierro, que colocaran allí los deudos. Nada para el
recuerdo. De los señores sí, todavía, en forma de mausoleo
sencillo, unas placas con el nombre de algunos de ellos, se conservan
a la izquierda de la entrada.
Jacinto
Cañada cambió varias veces su testamento legando la aldea a una u
otra sobrina y, en el primero, a su hermana. Era el año 1834 y la
encarece a “... que proteja a aquellos infelices colonos que con el
sudor de su frente están contribuyendo a su mayor prosperidad y
grandeza”. Diez años después, al testar a favor de su sobrina
María Juana Nieto y Cañada, repite que se proteja a los colonos y
le encarga “...que a los rotureros de La Parrilla se les cumpla
religiosamente sus contratos continuándolos en ellos si no dieran
motivos fundados para revocarlos”.
Durante
décadas vivirían los otiñeros una vida todo lo feliz que es
deseable, con alegrías y duelos, sin adivinar lo que se les venía
encima. Son los recuerdos que iluminan los ojos de colonos y
descendientes en “Otíñar, un pueblo con amo”, mientras que, a
partir de 1939, el sufrimiento toma el relevo en las miradas. Esos
años son los que me transmitió mi madre, de los otros nunca habló.
Durante la República, Otíñar llegó a tener 350 habitantes y
escuela. Pero en aquel lugar entre riscos y agua, tan bien mostrado
en la película, con tanta maestría expuesto, aquel paraíso
natural, como en cualquier pueblo de España, por perdido que
estuviera, la guerra se notó de forma terrible, hubo allí, como en
todos los lugares, represión. Cuando se rebelaron los fascistas, el
gobierno de la República acuerda la expropiación, sin
indemnización, de las fincas propiedad de los rebeldes a favor de
los colonos arrendatarios, que explotan la finca de forma colectiva.
Fue en octubre de 1936 cuando Antonio Rueda Muñiz se encarga de
cumplir la orden de Vicente Uribe, subsecretario de Agricultura.
Parece ser que todo fue bien durante esos años. Los otiñeros, desde
que en el primer tercio del siglo XIX se instalaron allí, tenían
poco que envidiarse entre ellos. Se envidia lo que se ve y no se
posee, pero en Otíñar eran todos más o menos iguales. Lo que veía
uno lo veía el resto y como el agua, los riscos y la vegetación no
se pueden poseer, sólo contemplar, ellos los contemplaban juntos. La
colectivización debió suponer un bien añadido.
Mientras,
las noticias de que Rodríguez de Cueto, capitán de la Guardia de
Asalto de Jaén, el dueño entonces de Otíñar por matrimonio con
María del Dulce Nombre Martínez, ferviente partidario de la
sublevación, estaba en la toma de la Virgen de la Cabeza, les
llegaría en forma de rumor. Tal vez ni se enteraron de que en plena
guerra, en julio de 1937, don José asistía a una conferencia que
dieron a Flechas y Pelayos en el palacio de Carlos V, en una Granada
ya conquistada y libre del dramaturgo y poeta Federico García Lorca.
Como el hecho de que el gran poeta Miguel Hernández se encontraba en
Jaén, en un palacio de la calle Llana, responsable cultural del
frente Sur, y también durante un tiempo en el mismo santuario que el
señor.
Dicen
que la alegría en casa del pobre dura muy poco. Que yo sepa, ningún
latifundista, ningún rico, ningún cacique, se ha conformado cuando
la suerte le ha sido adversa. También a Otíñar llegó la rebaja.
Existe un informe presentado por Juan Carlos Roldán, en nombre de la
Plataforma ciudadana “Por Otíñar y su entorno”, enviado a la
Dirección General de Memoria Democrática de la Consejería de
Cultura. Se trata de un relato de los hechos acaecidos en la aldea
durante la guerra. Este informe ha sido contestado por el cronista
de Jamilena, quien tiene entre sus referencias a un fraile y a un
voluntario de la División Azul, además de ser familia política de
quienes en la actualidad poseen parte de la finca de Otíñar.
Para
unos, los años de guerra, preludio de lo que vendría después, no
serían más que unos tiempos de incertidumbre y dolor, aunque con la
convicción de que las cosas no iban a cambiar demasiado. En Otíñar
las noticias llegarían tarde, sesgadas y tal vez matizadas. Para
otros, implicados en la colectivización de la tierra, que fue un
mandato del gobierno legalmente constituido de la II República
Española, contra el cual, aunque hubieran querido, hada hubieran
podido hacer, las cosas irían por otros derroteros. Y digo que fue
un mandato de la República, porque en la Gaceta de Madrid nº 282,
de 8 de octubre de 1936, se publica un decreto del Ministerio de
Agricultura, firmado por Vicente Uribe, a la sazón ministro donde,
textualmente, se decreta en su artículo 1º: “Se acuerda la
expropiación sin indemnización y a favor del Estado de las fincas
rústicas, cualesquiera que sea su extensión y aprovechamiento,
pertenecientes el 18 de julio de 1936 a las personas naturales o sus
cónyuges y a las jurídicas que hayan intervenido de manera directa
o indirecta en el movimiento insurreccional contra la república”.
Y
llegó la hora de la venganza. Volvieron las primicias feudales a la
calle Espiga, el reclamo de la deuda contraída en los meses de la
colectivización, el envío de militares para acojonar a los colonos,
los fusilamientos fingidos tan queridos por los fascistas en toda
España, el cambio de tierras para desvincularles de ellas, la huida
lenta con los escasos avíos hacia la capital, la llegada de mano de
obra de otros lugares que los otiñeros verían como el golpe final,
la entrega del poder a manos de un hijo que veía en los colonos
esclavos (¿conocían sus padres el carácter del hijo y lo hicieron
a propósito?). Hasta el final, tanto, que las tumbas de los
habitantes de Otíñar han sido profanadas y arrasadas.
Esta
conmovedora película documental ha sido, dirigida por José Tudela,
la encargada de dar voz a colonos y descendientes. Recreada entre los
límites de la Bríncola, Carboneros, Cimbra, Cañada de las
Azadillas (Cañá l'Azadilla), en el habla otiñera, el castillo, el
viejo camino a Granada, los paisajes magníficos, dignos de templos
naturales (como lo son en algún caso), se van interrumpiendo por las
conteras de las personas que, a día de hoy, todavía no han superado
la expulsión del paraíso, de una tierra que, como bien dice el
antropólogo social José Luis Anta, sustenta al hombre, por lo que
es imposible desvincularle de ella. Como dice el juez Garzón, “el
olvido no puede ser ni impuesto ni inducido”. Hablan con lágrimas
en los ojos, algunos sin poder reprimir el llanto. Recuerdan la
bondad de la tierra y la maldad del amo y pasan de un instante de
felicidad recordando la vida en las vegas, en los pobres hogares,
pero suyos, a un largo y amargo recuerdo, tanto como el camino que
desde Otíñar va a Jaén, muchos a vivir a la Alcantarilla, porque
desde ahí ven los montes otiñeros. Hablan del señorito que mataba
las gallinas, del suicidio de Matías y la negativa a descolgarlo del
olivo, del empujón en la sierra que le costó cuatro dedos a uno de
ellos. Juan Roldán cuenta cómo con sus propias herramientas le
destrozaron los árboles frutales: “Que se lleven la tierra de
arriba, la de abajo será siempre mía”.
En
el epílogo, la esperanza. Las instituciones jiennenses, con el
Ayuntamiento al frente, por unanimidad, aprueban la defensa y
recuperación de la parte pública del poblado, especialmente de los
caminos. Las lágrimas de Juan y Juan Carlos Roldán, al final del
pleno, fundidos en un abrazo, lo dicen todo. Pero a día de hoy, los
propietarios siguen controlando el acceso a los caminos.
Será
por ser descendiente de esa tierra por lo que “Otíñar, un pueblo
con amo”, me ha parecido una de las mejores películas documental
que he visto en mi vida. Para mí la mejor, desde luego. He
reconocido en todos y cada uno de los que recordaban, a todos y cada
uno de los muchos asistentes a los pases, los rasgos de mi familia.
Les he abrazado como abrazaría a mis abuelos, como abrazamos los
andaluces.
Por
orden de aparición:
Luis
Garrido, profesor de la Universidad de Jaén. José Luis Anta,
antropólogo social. María Sutil, colona. José Sutil, colono. Juan
Roldán, colono. Rosario Buitrago, colona. Dolores Buitrago, colona.
Cándido Zafra, colono. Isabel Goig, descendiente. Baltasar Garzón,
juez, nacido en La Torre (Jaén). Salvador Cruz, historiador de la
Universidad de Jaén. José Parras, colono. Angelines Soler, colona.
José Chica, colono. Ramón Sutil, el último colono. Francisco
Roldán, colono. Teresa Quesada, descendiente.
Mención
aparte para Juan Carlos Roldán, alma de este proyecto y de todos
cuantos se llevan a cabo para y por Otíñar.
Dirección:
José Tudela. Producción: Cuatromedia. Soluciones Audiovisuales.
Guion: Juan Luis Sotés, Juan Armenteros. Redacción: Juan Luis
Sotés, Concha Araujo, Juan Armenteros. Locución: Jordi Boixaderas.
Fotografía y edición: José Tudela. Grafismos: Juanjo Morón.
Postproducción y animación: Pedro A. Tudela. Ayudante de
producción: Laura Gavilán. Sonorización: José Pérez-Sonoarte.
Foto fija: Laura Gavilán. Operador de dron: Fernando Bueno.
Arqueólogo y localización: Manuel Serrano Araque. Ayudantes de
dirección: Pedro A. Tudela, Laura Gavilán. Archivo: Archivo.org.
Agradecimientos:
Asociación para la recuperación de la Memoria Histórica en Jaén.
Junta de Andalucía. Diputación Provincial de Jaén. Instituto de
Estudios Giennenses. Archivo Histórico Provincial. Asociación
Iniciativas Andamios para Ideas. Universidad de Jaén. Juan Carlos
Roldán. Miguel Ángel Valdivia. Manuel Serrano Araque. Narciso
Zafra. Félix Sutil. Gabriel Gámez. Baltasar Garzón. Marcos
Gutiérrez. Manuel Fernández Palomino. Rafa Rus. Francisco Roldán.
Ana María Cánovas. Y yo añado el de Concha Choclán, directora del
Museo Íbero, por poner todo el empeño en que el segundo día se
pudieran hacer dos pases seguidos.
Una
producción de Cuatromedia Soluciones Audiovisuales.