Confieso que nunca había viajado a Andorra, aunque sí, y varias veces, a los Pirineos, sobre todo a la parte de Lérida. Tenía prejuicios y eso, para todo en la vida, es muy malo. Pero cuando mis hijos me propusieron hacer un viaje en familia, el pasado fin de semana, acepté encantada, más por la posibilidad de viajar con los nietos, que de visitar Andorra.
El apartamento alquilado en Soldeu ya ofrecía posibilidades, por el entorno. Enseguida me informé del nombre del río que se abría paso entre la nieve, d’Orient, luego Valira y algo más abajo, bien alimentado de arroyos y arroyuelos, convertido en Gran Valira. Eso me dijeron, como también que muy cerca del precioso apartamento abuhardillado, tenían casa dos deportistas andorranos, aunque vayan por la vida de catalanes o españoles.
Mientras hijos y nietos se dedicaban a esquiar primero y a relajarse después en un balneario muy de moda, yo, cotilla impenitente, recorrí parte de tres parroquias, Encamp, Escaldes-Engordany y Andorra la Vella, sin saber donde acaban unas y comienzan las otras. Al principio sólo veía tiendas y más tiendas, con precios muy asequibles, por lo del IVA, me dijeron, que en Andorra no lo pagan. También me sentí gratamente sorprendida por las estatuas que lucen por doquier, aunque la más entrañable es la de una joven haciendo puntes a coixí.
Pero quería encontrar algo que no fueran tiendas, ni rutas naturales, un detalle al menos que me enseñara algo peculiar del único estado de los Pirineos, de la época en que perteneció a la noble familia Foix, o a los Castellbó, o a los Caboet. Quizá una señal de dónde se escondían los cátaros que huían de la Cruzada.
El apartamento alquilado en Soldeu ya ofrecía posibilidades, por el entorno. Enseguida me informé del nombre del río que se abría paso entre la nieve, d’Orient, luego Valira y algo más abajo, bien alimentado de arroyos y arroyuelos, convertido en Gran Valira. Eso me dijeron, como también que muy cerca del precioso apartamento abuhardillado, tenían casa dos deportistas andorranos, aunque vayan por la vida de catalanes o españoles.
Mientras hijos y nietos se dedicaban a esquiar primero y a relajarse después en un balneario muy de moda, yo, cotilla impenitente, recorrí parte de tres parroquias, Encamp, Escaldes-Engordany y Andorra la Vella, sin saber donde acaban unas y comienzan las otras. Al principio sólo veía tiendas y más tiendas, con precios muy asequibles, por lo del IVA, me dijeron, que en Andorra no lo pagan. También me sentí gratamente sorprendida por las estatuas que lucen por doquier, aunque la más entrañable es la de una joven haciendo puntes a coixí.
Pero quería encontrar algo que no fueran tiendas, ni rutas naturales, un detalle al menos que me enseñara algo peculiar del único estado de los Pirineos, de la época en que perteneció a la noble familia Foix, o a los Castellbó, o a los Caboet. Quizá una señal de dónde se escondían los cátaros que huían de la Cruzada.
Y encontré unas iglesias pequeñas, prerrománica una, románicas las otras, sobre pequeños oteros conservados entre la maraña de carreteras, caminos y senderos, en la pequeñez del valle, unos templos pirenaicos, como los de las comarcas que circundan a Andorra, recogidos, tímidos, ofreciendo a algunos visitantes que acuden allí buscando algo más que tabaco y licores, una imagen medieval, histórica y sencilla. También encontré dos puentes muy viejos y bien conservados.
Lo demás lo imaginé, eliminé de las laderas de las montañas las modernas edificaciones –adecuadas al entorno, techadas de pizarras-, las grúas, las calles llenas de escaparates, y vi unos valles impresionantes repletos de rebaños trashumantes pastando en los prados de verano, o marchando a los de invierno, llevando con ellos los secretos de la herejía cátara. Vi a los pastores parando en esas pequeñas iglesias de esbeltos campanarios.
Y vi, ya de vuelta, por la Cerdanya (uno de los últimos reductos de la protagonista de mi última novela “Nos, Ysabillis, Regina Mayoricorum”), a Isabel, triste, volviendo de Soria, donde había dejado a su hermano, el rey, enterrado en el monasterio de San Francisco, dirigiéndose, rozando tierras andorranas, a las de su pariente y amigo, en conde de Foix.
Antes, nos esperaba un feliz yantar familiar en un restaurante que recomiendo vivamente, El Refugi Alpí, en Andorra la Vella. Un alarde de exquisiteces, quesos, gratinados, carnes, frutas con chocolate, y un largo etcétera, con una relación calidad-precio que pensaba ya olvidado.
Lo demás lo imaginé, eliminé de las laderas de las montañas las modernas edificaciones –adecuadas al entorno, techadas de pizarras-, las grúas, las calles llenas de escaparates, y vi unos valles impresionantes repletos de rebaños trashumantes pastando en los prados de verano, o marchando a los de invierno, llevando con ellos los secretos de la herejía cátara. Vi a los pastores parando en esas pequeñas iglesias de esbeltos campanarios.
Y vi, ya de vuelta, por la Cerdanya (uno de los últimos reductos de la protagonista de mi última novela “Nos, Ysabillis, Regina Mayoricorum”), a Isabel, triste, volviendo de Soria, donde había dejado a su hermano, el rey, enterrado en el monasterio de San Francisco, dirigiéndose, rozando tierras andorranas, a las de su pariente y amigo, en conde de Foix.
Antes, nos esperaba un feliz yantar familiar en un restaurante que recomiendo vivamente, El Refugi Alpí, en Andorra la Vella. Un alarde de exquisiteces, quesos, gratinados, carnes, frutas con chocolate, y un largo etcétera, con una relación calidad-precio que pensaba ya olvidado.
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