domingo, marzo 04, 2012

La emperatriz visita Peñaranda



Primer premio relatos Peñaranda de Duero, 2007
 
En octubre de 1916 una limousina Dion Bouton, negra, aparcó delante de la Colegiata de Peñaranda de Duero. La puerta del vehículo portaba unas armas entrelazadas que en el pueblo no llegaron a reconocer, a pesar de que todas ellas, por separado, podían contemplarse, desde siglos atrás, en la fachada del palacio. Era un escudo partido, con banda de sable y en orla una cadena de oro, y en el otro campo, dos lobos, bordeado todo por ocho aspas.  
 
El mecánico descendió del vehículo y abrió la puerta trasera donde apareció una anciana vestida de negro de la cabeza a los pies. Parecía una muñeca de porcelana de piel blanca y pecosa, apenas arrugada, con ojos azules y el pelo, que asomaba del sombrerito cogido con unas cintas por debajo de la barbilla, era una mezcla de pelirrojo y blanco. El hombre, a pesar de la ligera oposición de ella, la ayudó a bajar del coche, ofreciéndole su brazo, que ella rechazó todavía con energía. La hermosa anciana, apoyándose en un bastón con la empuñadura de plata, dirigió sus pasos al interior de la iglesia. Volviéndose ligeramente, le recordó al hombre que cogiera del maletero las flores que habían adquirido en Madrid.
 
Entró en la Colegiata, que había sido mandada erigir, primero como iglesia más modesta, en el siglo XVI, por su antepasada María Enríquez de Cárdenas, hija de Teresa La Loca del Sacramento, no dudando en hipotecar para ello, por 22.000 reales, el mismísimo monasterio de San Jerónimo de Espeja, en la vecina provincia de Soria, del cual era patrona.
 
Sin asomo de duda, con paso rápido, se dirigió al presbiterio de la nave mayor y levantó la vista, hacia el muro del lado del Evangelio, donde había una lápida de mármol negro, en la que, en letras de oro, pudo leer a pesar del cansancio de sus ojos: Detrás de esta lápida está el corazón del Excmo. Sr. Don Cipriano Portocarrero y Palafox, Conde de Montijo y de Miranda, Duque de Peñaranda & & Cuatro veces grande de España de 1ª clase, patrono de esta insigne Igª Colegial, falleció en 15 de Marzo de 1839: R.I.P..
 
Sin apenas esfuerzo se arrodilló en el suelo, pero el chófer le buscó un reclinatorio, la alzó y la ayudó a colocarse sobre él, mientras ella, por fin, se dejaba hacer. Se tapó la cara con las manos y, por fin, después de muchos años, lloró amargamente. Lloraba por el propietario del corazón, por el hijo muerto, por Paca, la hermana.
 
La anciana desolada sobre el reclinatorio era Eugenia de Guzmán Portocarrero Palafox y Kirkpatrick, hija de Cipriano Portocarrero y María Manuela Kirkpatrick (condes del Montijo, duques de Peñaranda de Duero, condes de Miranda, de Teba...) hermana de la duquesa de Alba, emperatriz de los franceses ella misma. Y contaba con más de 90 años de edad.
 
A la salida se fijó en el magnífico palacio, la casa de su familia, mandado edificar por Francisco de Zúñiga y Avellaneda hacia 1520, y construido en piedra y mármol del soriano Espejón. Su fachada parecía un tratado de heráldica. Las armas de los poderosos Enríquez, de la mismísima Juana de Aragón, la miraban de frente. Lástima que los franceses no se hubieran ocupado de investigar a fondo sus orígenes y fuera siempre tratada como la Señorita de Montijo, o la del Montijo, caprichosa y frívola española.
 
Después de orar ante el corazón de su padre, su mecánico la condujo hacia el convento mandado edificar, también, por sus antepasados. Cuando estuvo en el locutorio, ante la superiora, la buena mujer no podía creer que tuviera enfrente a la que fuera emperatriz de los franceses, hija del duque de Peñaranda y hermana de la duquesa de Alba, idéntica a sor Ana, criada en el convento casi desde la cuna, por expreso encargo de don Cipriano, su padre, quien la visitaba tres veces al año hasta el día de su muerte, cuando sor Ana tenía trece años, los mismos que Eugenia.
 
La superiora abrió la puerta y dejó que la emperatriz traspasar la verja que las separaba del mundo para esperar dentro a su anciana hermana que no tardó en aparecer, pequeña, pecosa, con los ojos azules. Sor Ana se inclinó ante Eugenia, pero ella, rápida, la levantó y la abrazó, emocionada. Entre cuatro novicias entraron dos sillones y otra llegaba con una bandeja donde destacaba una fuente de pastas elaboradas por las madres. Se acomodaron una muy cerca de la otra y durante horas intentaron recobrar el tiempo perdido, un tiempo que se detendría para ellas cuando acabara ese día y nunca volverían a retomar. Todo lo que tuvieran que decirse tendría que ser en esas horas.
 
Sor Ana parecía disculparse por su nacimiento, justificaba un amor inmenso, el de sus padres, que también fue grande por parte de Cipriano Portocarrero para con la madre de Eugenia. “Cosas de nobles”, diría Ana, “cosas de hombres, hermana”, respondería Eugenia. “El paseo de las Acacias, que está en la desembocadura del río Perales en el Arandilla, junto a la ermita de los Remedios, fue arbolado por orden de nuestro padre en honor de mi madre, que se llamaba como yo, Ana. Mi vida no tiene más interés, me he criado aquí, pero me han permitido salir varias veces para ver el palacio de nuestros antepasados y recorrer las calles de Peñaranda. He seguido la historia de nuestra Casa en los escritos e investigaciones de nuestra pariente, Rosario Falcó, y poco más. Bueno no sé si sabrás que el lugar donde está el corazón de papá ha estado siempre alumbrado y que una vez, con permiso del señor obispo y sin que nadie lo supiera más que la superiora, él y yo, lo vimos. El corazón de papá estaba en una caja de plomo y había sido tan bien embalsamado que se mantenía todavía fresco. Fue una emoción tremenda, sólo lo vi un instante, pero me pareció que palpitaba”. 
 
Eugenia no podía reprimir las lágrimas. Ella tenía tanto que contar que hubiera sido imposible en una tarde, por otro lado Ana estaba al corriente de toda su vida. Así y todo, tuvo lugar un relato en el que se entremezclaban los sentimientos reprimidos durante años por la educación recibida y la necesidad de hablar sin parar de una vida que ella misma nunca había contado y los demás se habían arrogado el narrarla a su manera.
 
“Creo que Paca no hubiera venido nunca a conocerte. Cuando supimos por mi madre de tu existencia, después de morir papá, Paca estuvo llorando horas y horas sin parar, hasta que maldijo a papá y mi madre le dio una bofetada que la tiró al suelo, lo que empeoró la inquina que tenía contra ti. Nos queríamos muchísimo y nisiquiera cuando se casó con James dejé de quererla. No, no es cierto que yo intentara suicidarme entonces, al final me di cuenta que nunca había estado enamorada de él y llegué a tener muy buena relación, incluso después de morir Paca. No sabes cuánto sufrí con esa muerte de nuestra hermana, tan joven. Nadie me dijo que estuviera tan enferma. Estaba yo de viaje por Argelia cuando su estado se agravó y también me lo ocultaron. No pude estar a su lado. Lo de la boda con el emperador fue cosa de mi madre. Nunca estuve enamorada de él, pero le respeté hasta el final. Yo sabía que esa boda no sería buena para mí, me puse un collar de perlas y el velo de encaje de María Antonieta ¡a quién se le ocurre! Para colmo, la corona imperial se me cayó de la cabeza cuando salía de la iglesia. Un desastre. Me rodeaba una gente que me odiaba, toda la familia Bonaparte, pero sobre todo Matilde, la prima de mi marido, que llegó a decir que Paca y yo éramos hijas secretas de la reina María Cristina, como si ella hubiera ocultado a sus hijos con el alabardero alguna vez. Bueno, tú de estas cosas no entiendes...”.
 
“Sí entiendo, sí, ya te he dicho que me conozco toda la historia y todas las historias, gracias a nuestra pariente Falcó, entre otras”.
 
“Es verdad. Pues en ese ambiente tuve algo de suerte al tener como amigo a Mérimée. El emperador sufrió un atentado terrible y desde entonces me insistían en que me pusiera chaleco antibalas, pero nunca hice caso. En realidad, me hacían más daño las aventuras de mi marido. Eso me hacía viajar constantemente. He conocido todo el mundo, hermana”.
 
“Pero yo presiento que no has sido feliz...”.
 
“No. Nunca. Sólo cuando tenía a Luis en brazos. Cuando nació sufrí mucho, pero después... ¡Qué guapo era! Ya sentí que había cumplido mi misión como emperatriz y mi marido se refugió más en los brazos de esa condesa italiana, esa espía que me imitaba. El día que murió mi hijo creí morir. Fue en África del Sur, seis años después de que falleciera su padre, luchando al lado de los ingleses y contra los zulúes. Un año después fui a ese lugar, me arrodillé y noté alrededor de mí muchas presencias. Pensé que me matarían, pero no, eran zulús que querían conocer a la madre del bravo muchacho que había muerto luchando, sin dar nunca la espalda...”.
 
“Ya lo sé. Todas las lanzadas las tenía por delante. No te lo he querido decir antes, pero el mismo día que Luis, tu hijo, moría, fue el que decidimos abrir el recipiente del corazón de papá, y creo que era cierto que palpitaba, tal vez desde arriba él supo el triste final que en ese momento estaba teniendo su nieto”. Eugenia lloraba calladamente. Por fin podía llorar delante de alguien, una mujer idéntica a ella, su propia hermana, que le tomaba de la mano y le secaba las lágrimas con un bellísimo pañuelo bordado con las armas de los duques.
 
“Muchos hombres se enamoraron de ti, Eugenia, y mucha gente te quiso. ¿Tú sabes que hace más de veinte años vino a visitarme el doctor Evans?”.
 
“¿Thomas? No puede ser. Me ayudó a escapar de París cuando entraron los prusianos”.
 
“Lo sé. Se enteró de mi existencia por el arzobispo de Burgos, en una visita que hizo a París. Thomas estaba locamente enamorado de ti y sintió curiosidad por conocer a una hermana idéntica a la emperatriz. Le saqué un secreto que nadie supo nunca, excepto tu y yo, unos polvos que inventó para mantener tus dientes siempre blancos. Sí, es cierto, no te rías, mira, mira. Ah! y cuando se marchaba se acercó a mi oído y dijo: Por fin puedo decir a otro ser humano lo profundamente enamorado que estoy de la emperatriz. Tómelo como secreto de confesión sor Ana”.
 
La tarde se marchaba lentamente y ellas lo notaban por el hueco estrecho y alto de la sala del locutorio. Llevaban mucho rato sentadas y habían dado buena cuenta de las galletas monjiles. Sor Ana, tomándola del brazo, la condujo al claustro. Pasearon entre las otras monjas que, en silencio, oraban con el libro de rezos entre las manos. Se dirigieron a la huerta para poder seguir hablando, recordando historias de su familia común. De los últimos años en Inglaterra y su amistad con la reina Victoria, del madrinazgo de Victoria Eugenia y su empeño en casarla con Alfonso XIII, y de desgraciada que se sintió cuando la hemofilia destrozó a la familia real.
 
Alargaban la tarde, sabían que era el primer y el último día que pasarían juntas. Eugenia quiso saber de la madre de Ana, y su hermana le habló de una mujer enamorada de aquel guapo pirata con el ojo parcheado que era el padre de ambas. Era una mujer guapísima, tan guapa como pobre, hija de un agricultor de Peñaranda, una muchacha que, cuando su hija le fue arrebatada y entregada al convento, se quitó la vida. Dijo que si no podía tener ni al padre ni a la hija, no quería vivir.
 
Cuando se separaron, sor Ana, que vio a Eugenia impresionada por la historia de amor, le dijo: “Si no guardas rencor a mi madre, te voy a pedir un favor. Antes de volver a Madrid –sé que está en el palacio de Liria con nuestro sobrino- ve a la ermita de los Remedios y camina unos pasos a partir de la fachada de poniente, coloca allí unas flores de las que le has traído a papá –seguro que lo has hecho- porque por allí está enterrada mi madre”. El abrazo fue interminable. Del brazo llegaron a la puerta de salida y sor Ana mantuvo la mano levantada hasta que el coche se perdió de vista.
 
La que fuera emperatriz de los franceses, Eugenia de Guzmán Portocarrero Palafox y Kirkpatrick, murió cuatro años después en el palacio de Liria de Madrid. Durante ese tiempo las dos hermanas se cruzaron cartas que permanecen custodiadas en el archivo de los duques de Alba, sus sobrinos y herederos. En su testamento, ampliado a última hora, una manda indicaba que, cada año, en conmemoración de la fecha en que ella y su hermana Ana se habían conocido, se colocaran dos ramos de flores silvestres: uno ante la lápida que guardaba el corazón de su padre y el otro en el lado de poniente de la ermita de los Remedios de Peñaranda de Duero.
 
Sor Ana murió el mismo día que Eugenia. Nunca supo lo de la manda testamentaria, al menos en este mundo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Delicioso relato. No me extraña que fuese premiado.