Heribert
miraba desde el puente del vapor Infanta Isabel a un gentío impresionante que
despedía a los viajeros agitando los pañuelos. Ninguno pertenecía a su familia.
Él había hecho sólo el viaje desde su Banyeres natal aprovechando, dos días
antes de la partida del vapor hacia Argentina, un transporte de uva. Corría el
año 1917, Heribert tenía dieciocho años, y no quiso ni oír a su padre
pidiéndole que se quedara, que las cosas iban a cambiar en el pueblo con la
creación de una cooperativa y eso aliviaría la economía del pequeño pueblo. El
muchacho quería ver mundo, probar suerte en Argentina donde, según había
escuchado decir, si la gente trabajaba duro, sobre todo en el comercio, podía
llegar a hacerse con un capital. Sí, además, se podían invertir unos cientos de
duros en tierras de la Pampa, el éxito estaba asegurado.
Cuando
el sonido hueco y nostálgico de la sirena del barco anunciaba que aquella mole,
repleta de seres humanos acongojados y esperanzados a partes iguales, partía en
busca de las ilusiones perdidas en el mundo rural, se escuchó L´Emigrant, y la
gente de arriba y de abajo sacaba fuerzas para, medio ahogados por la tristeza,
dejar salir de sus gargantas el “Dolça Catalunya, pàtria del meu cor, quan de
tu s´allunya d´enyorança es mort”. Heribert ya no pudo articular la despedida,
el “adéu, germans, adéu-siau, mon pare, no us veuré més”.
Pasados unos
días, y cuando el Infanta Isabel hizo la primera parada en las Islas Canarias,
Heribert conoció a una muchacha que viajaba desde un pueblecito de Soria. Se
llamaba Genoveva y el muchacho dedujo, con esa perspicacia algo insolente de la
juventud agudizada por sus propios sentimientos, que la chica llevaba con ella
una pena grande. Él no pudo averiguarlo en todos los días que duró el viaje,
pero, en efecto, Genoveva había sido prácticamente arrojada de su pueblo por su
propia hermana cuando dio a luz una criatura, fruto de relaciones entre
Genoveva y el marido de la hermana. La recién nacida, que llegaría a ser
personaje de una novela, se había quedado al cuidado de unas monjas de
clausura.
Parecía
inevitable que los jóvenes se enamoraran uniendo las dos soledades, aunque el
amor no durara mucho más que la travesía y, ya en Buenos Aires, cada cual
dedicara sus esfuerzos a conseguir los objetivos, o al menos las esperanzas,
que les habían llevado hasta allí. Y así fue. Cuando fueron dirigidos hacia una
gran estancia donde se recibía a los inmigrantes para facilitarles algo, no
mucho, las gestiones, se separaron con promesas de darse la dirección. Pero
cada uno partió en un transporte distinto y cuando quisieron buscarse no se
encontraron. Cada uno por su lado pensó “ya nos veremos”, sin darle más
importancia, absortos en lo que veían, henchidos de esperanza.
Durante el viaje, en la zona de las calmas del gran Océano, se
habían hecho una promesa descabellada, como sólo son capaces de hacer los
jóvenes, aunque Genoveva debería estar ya escarmentada con el tema de los
amores. Heribert le preguntó a Genoveva si a ella le gustaría alguna vez
visitar su pueblo, en tierras de Tarragona, y ella le respondió que si había
cultivos de trigo y ganado, sí, porque a Soria, probablemente, no podría volver
nunca. Heribert pensó un momento “trigo, no hay mucho, pero tenemos muchas
viñas y olivos”, “mejor”, respondió Genoveva. El muchacho arrancó una hoja de
un a modo de cuaderno rudimentario que llevaba en la maleta de madera y con un
lápiz le dibujó la provincia de Tarragona, exactamente igual que aparecía en el
mapa de la escuela y con un círculo marcó Banyeres del Penedès. “En la plaza
del pueblo hay un olmo que lleva ya muchos años plantado. Desde él se ve la
iglesia. Si por algún motivo nos separamos al llegar a Buenos Aires, el primero
que vaya a Banyeres hará un hueco junto a él y enterrará una cajita con el
mensaje que quiera para el otro”. Genoveva pensó, más escéptica que Heribert,
que como juego no estaba mal, pero guardó el mapa en su maleta.
La
vida iba pasando. Heribert se casó con una gallega, ya de sabe que para los
argentinos todos los españoles son gallegos, pero esta era de Vigo, tuvo cuatro
hijos, compró unas tierras, crió vacas de carne, llegó a tener quince nietos y
enviudó antes de los sesenta años, por ese orden. Genoveva trabajó de cocinera,
montó su propio asador, se casó con un soriano (curiosamente de un pueblo a
seis kilómetros del que se vio obligada a marcharse), no tuvo más hijos que
aquella que se quedó al cuidado de las monjas y enviudó casi al mismo tiempo
que Heribert. Algo se mantuvo, algo amarillento, durante todos los años: el
mapa que le dibujara Heribert con la cruz en Banyeres del Penedès.
Cuando
Genoveva se quedó sola y dueña de una pequeña fortuna, decidió hacer un viaje a
España. Quería solucionar lo que había significado el drama de su vida, quería
conocer a su hija, explicarle lo que le obligaron a hacer y, si era posible,
recuperar con ella el tiempo perdido. Corrían los años cincuenta. El viaje,
esta vez, fue en camarote de primera, en vagón de primera hasta Madrid y desde
ahí, en taxi, a cuyo conductor hizo parar en la villa cercana a su pueblo.
Nadie
reconoció, en la elegante señora que pedía habitación en la fonda, sola,
cargada con dos enormes maletas, a la Genoveva que cuarenta años atrás partió
de la estación del tren medio a escondidas, teniendo que soportar las miradas
inquisitivas de todos los que, como ella, esperaban el tren que les llevaría a
Zaragoza y Barcelona. Tuvo que luchar mientras investigaba para no ser
investigada. Por cada pregunta que ella hacía recibía dos pero, mientras ella
iba sabiendo lo que necesitaba de su boca no salía respuesta alguna que
complaciera a aquellas gentes que, años atrás, se apartaba de ella como si
fuera una apestada. Algunas caras le sonaban, pero ella no era reconocida por
nadie. Su estancia en las lejanas tierras bonaerenses le habían sentado bien.
La pena iba por dentro.
No
habían pasado dos días cuando ya sabía donde vivía su hija, casada con un
caminero mucho más joven que ella. Supo también que su hermana, la que hizo de
madre siendo su tía, y su cuñado, o sea, el padre verdadero de su hija, la
habían desheredado por una boda que no les complacía. Y supo, por primera vez
en su vida, el nombre de su hija, Julia. Tuvo a la vez la satisfacción de
escuchar en boca de los demás su propia historia, narrada con tal desparpajo
como si fuera de los que la contaban.
No
pudo esperar mucho. De pronto, el nerviosismo y la desazón se apoderaron de
ella, como si los cuarenta años de calma encubierta, de sosiego falso,
explotaran de pronto y la necesidad de abrazar a su hija fuera lo único
importante de su vida. Se vistió de la forma más acorde con la vestimenta de la
gente que veía, sin poder por ello disimular la elegancia que siempre la había
distinguido, y se dirigió a la pobre casilla de camineros. Vio un niño y una
niña de unos tres y cuatro años jugando alrededor de una pequeña huertecilla
junto al edificio. Temblaba cuando empujó la puerta. Salió de dentro un olor a
café recién hecho y a leña quemada. Era primavera, meses muy fríos en Soria.
Casi
chocó con una mujer que salía llamando a los niños y que frenó en seco al ver a
la señora, a quien reconoció inmediatamente gracias a una foto que había
encontrado en un cajón de su madre-tía. Fue Genoveva quien la abrazó primero y
Julia, por mor de la contención afectiva mantenida toda la vida, apenas
respondió al abrazo, aunque la emoción le había procurado un nudo en el pecho
que se desataría cuando, sentada en una silla, delante de la lumbre baja, diera
rienda suelta a las lágrimas.
Hablaron
horas y horas, solas, con el marido de Julia, cuando los niños, sorprendidos
por la señora que decían era su abuela, lograron dormirse. Esa noche de fiesta
para las dos, más importante que cualquier otra santificada, se empezó el
jamón, se abrieron las ollas de adobo, se acabaron las rosquillas y el
mostillo, y Genoveva durmió con su hija, sobre sábanas blancas de hilo (lo
único que la madre-tía le había permitido sacar de la casa), mientras el marido
se tumbaba, feliz de ver a Julia feliz, en el banco junto al fuego bajo.
Al
día siguiente comieron todos en la fonda, compraron ropas y calzado para los
mayores y caprichos para los niños, y se acercaron al notario para que fuera
preparando el testamento en el que todo, a su muerte, pasaría a ser propiedad
de la hija. Genoveva volvió, después de un mes, a Buenos Aires, para liquidar
sus negocios de allí y volver definitivamente a España. Cuando llegó a
Barcelona sacó del bolso un sobre que guardaba un papel amarillo donde había
dibujado un mapa. Pidió en el hotel donde esperaría la salida del barco tres
días después que le proporcionaran un taxi para hacer un viaje a la provincia
de Tarragona.
Llegó
a Banyeres del Penedès a primera hora de la mañana. En el bolso llevaba una
pequeña caja y, dentro de ella, una larga carta en la que explicaba a Heribert
cuarenta años de vida en Buenos Aires y unos años antes en su pueblo de Soria.
Eran muchos folios de letra pequeña, picuda y apretada. Sobre ellos una flor
seca que cogió el mismo día que bajó del vapor y encima de todo, un sobre con
la que sería su dirección cuando todo estuviera liquidado en Argentina. Le
pidió al taxista que hiciera un agujero junto al olmo. La plaza estaba
desierta, el árbol era majestuoso, ya casi centenario. Enterró la cajita y
volvió a Barcelona.
Genoveva
tardó seis meses en volver para instalarse en la villa, la mejor casa del
centro que su hija y yerno se habían encargado de comprar mientras ella
liquidaba sus negocios. Una casa que debía estar muy a la vista de todos
aquellos que la habían humillado años atrás. La casona, con escudos en la
fachada, tenía una galería que daba al río y que se convirtió en el lugar
favorito de Genoveva.
Habían
pasado algunos años cuando, una tarde de verano, mientras descansaba mirando la
brisa que movía las tiernas hojas de las acacias, Julia dijo que un señor
quería verla. La madre le había hablado de él, le había contado la historia y
la caja que le dejó debajo del olmo de Banyeres. “Me parece que es Heribert,
madre”.
Era
Heribert, que venía a visitarla y, si ella consentía, a pasar los últimos años
de sus vidas a caballo entre el pueblo del Penedès y la casona de piedra que
miraba al río.
Premio Banyeres del Penedès, 2005