¡Campo
de Baeza,
soñaré
contigo
cuando
no te vea!
Baeza,
junto con Úbeda, a escasos kilómetros una de la otra, es Patrimonio
de la Humanidad. Hacía casi setenta años que Machado había
fallecido en Colliure cuando llegó esa distinción, merecidísima.
La Baeza que Antonio Machado conoció nada tiene que ver con la
actual, remozada en lo físico y moderna en su componente humano.
Baeza, en la bella y desconocida provincia de Jaén, tiene una
prehistoria y una historia acorde con su relieve y el hecho de
discurrir el río Guadalquivir. En la Prehistoria toda la provincia
está marcada por la cultura íbera que alcanza su mayor expresión
en el Santuario del Collado de los Jardines, en Despeñaperros. En el
propio término de Baeza, concretamente en el Cerro del Alcázar, se
ha estudiado una de las ciudades íberas que ha mantenido habitación
hasta fechas relativamente recientes. Romanos, visigodos, omeyas,
almohades y cristianos van turnándose en la posesión de Baeza y su
entorno, hasta llegar a la lucha entre dos familias poderosas, los
Benavides y los Carvajales, que la decidida Isabel I de Castilla
soluciona mandando demoler el alcázar de la ciudad.
El
palacio de Jabalquinto, mandado construir por el señor del pueblo
del mismo nombre, en la comarca de Sierra Morena, don Alfonso de
Benavides Manrique, familia directa de Fernando de Aragón, es uno de
los edificios que con mayor fuerza contribuyeron a que Baeza, junto
con Úbeda, fueran declaradas, en 2003, Patrimonio de la Humanidad.
Actualmente está en él parte de la sede Antonio Machado, de la
Universidad Internacional de Andalucía. Junto al palacio, Baeza
muestra los edificios de la antigua universidad, la plaza del Populo,
la Puerta de Jaén, la catedral proyectada por Andrés de Vandelvira,
quien también dejó su arte en la de Jaén, y un buen número de
edificios y fuentes, que hacen de Baeza una ciudad distinta a la
mayoría de ciudades andaluzas, con aspecto manchego, tierra de la
que no anda muy distante. Esta sensación desaparece en cuanto se
traspasan los límites del caserío y se pierde la vista por campos
de olivos, sierras y el río Guadalquivir.
Antonio
Machado llegó a Baeza, con su madre, procedente de Soria, en octubre
de 1912. Hacía menos de dos meses que había enviudado de Leonor
Izquierdo. Se instaló en el Prado de la Cárcel, frente al
Ayuntamiento. En Baeza residirá durante siete años como catedrático
de Lengua Francesa en el Instituto General y Técnico, hasta que
solicitó el traslado a Segovia.
En
la actualidad y muy especialmente desde la declaración de la UNESCO,
Baeza muestra restaurados y limpios sus edificios, pero cuando
Machado llegó, más de un siglo atrás, acongojado por la pena de la
muerte de Leonor, hay que pensar en lo sombrío de su mirada ante
tanta magnificencia, fachadas de sillares y anchos volúmenes que
ocultaban la esencia andaluza de las callejuelas. En 1913 escribe una
carta a Miguel de Unamuno, en la que manifiesta, entre otros temas:
(…). Esta Baeza que llaman Salamanca
andaluza, tiene un Instituto, un Seminario, una Escuela de Artes,
varios colegios de segunda enseñanza y apenas sabe leer un treinta
por ciento de la población. No hay más que una librería donde se
venden tarjetas postales, devocionarios y periódicos clericales y
pornográficos. Es la tierra más rica de Jaén y la ciudad está
poblada de mendigos y de señoritos arruinados en la ruleta...”.
“Había
un portalillo destinado a casino en la calle Barreras, que la chispa
del pueblo había definido con el chungón denominado de “La
Agonía”, porque la mayor parte de los socios eran labradores y se
pasaban el tiempo en lamentaciones y en una tensión determinada por
el estado del tiempo y sus predicciones”(1). El poema
“Del pasado efímero” (Ese hombre del casino provinciano/que vio
a Carancha recibir un día...), publicado en la segunda versión de
“Campos de Castilla” de 1917, bien podría haber sido inspirado
por ese portalillo llamado “La Agonía”.
+
El poeta, cuando llega a esta ciudad
andaluza, cuenta treinta y siete años; viene huyendo de Soria,
testigo mudo primero de sus amores y alegrías y, después, de su
pena y de su dolor insondable, por la muerte de Leonor. Siete años
pasó Machado en Baeza; siete años de enorme soledad y meditación,
en los que se consolida definitivamente su personalidad
poético-filosófica (…) y pasa las horas contemplado el
maravilloso paisaje, abarcando con su mirada los montes de Jaén y
las sierras de Cazorla, la sierra de Baeza, el Aznaitín y Mágina; y
allá en lontananza el Guadalquivir, magnificente y bellísimo, que
aún lleva en sus aguas la claridad sonora y limpia de sus fuentes y
cascadas, y que serpea por el valle de amplias curvas de ballesta;
(…) ya que el poeta, absorto ante el río, traía a su mente esa
dulce y amorosa memoria de aquel otro río, adusto y guerrero, de
antiguas y fuertes resonancias medievales -el Duero- que le recordaba
la figura delicada, menuda y entrañable de Leonor (2).
Machado,
él mismo lo expresó, era un hombre muy sensible al lugar en el que
vivía. Observador, solitario, profundamente interesado por casi todo
lo que le rodeaba y, muy especialmente por el paisaje, estaba
interesado en las costumbres de allí donde residía, aunque fuera
por poco tiempo. Caminante impenitente, en Soria no se limitó a la
propia ciudad y alrededores, San Saturio, El Mirón.., si no que iba
hasta Cidones, la Laguna Negra, Pinares... En Baeza su comportamiento
sería el mismo. El paseo de la muralla, la Cruz de Vaqueta y el río
Guadalquivir. Los estudiosos de su obra afirman que el andalucismo no
le abandonó nunca, pero José Chamorro Lozano define ese
andalucismo, “íntimo, más bien recatado, patético, carne viva
del anhelo, pozo hondísimo de la emoción, delicadísimo aroma de
las soledades y eco conmovido de los silencios”.
Y
desde esa Baeza andaluza y olivarera, siempre recordó a Leonor. A
final de abril de 1913, apenas ocho meses de su muerte, le escribe a
José María Palacio uno de los poemas más emocionantes, que
finaliza:
Con
los primeros lirios
y
las primeras rosas de las huertas,
en
una tarde azul, sube al Espino,
al
alto Espino donde está su tierra...
Y
desde Baeza también, tal vez viendo discurrir el Guadalquivir:
Soria
de montes azules
y
de yermos de violeta,
¡Cuántas
veces te he soñado
en
esta florida vega,
por
donde se va, entre naranjos de oro
Guadalquivir
a la mar!
O
este otro desgarrador y delicadísimo a la vez:
¿No
ves Leonor, los álamos del río
con
sus ramajes muertos?
Mira
el Moncayo azul y blanco; dame
tu
mano y paseemos.
Por
estos campos de la tierra mía,
bordados
de olivares polvorientos,
voy
caminando solo,
triste,
cansado, pensativo y viejo.
Daniel
Pineda Novo, en “Antonio Machado, exegeta del Guadalquivir”, ya
referenciado, da a conocer la circunstancia de Antonio Machado y
Federico García Lorca se conocieron en Baeza, el año 1916, “a
donde fueron de excursión los estudiantes de Letras de la
Universidad de Granada. El peripatético profesor, don Martín
Domínguez Berrueta, catedrático de Teoría de las Artes y amigo de
Machado, le presentó a su alumno preferido, Federico García Lorca,
diciéndole: “Es hijo de don Federico, el de Granada, y tiene muy
buena disposición para la música. Falla le ha enseñado todo lo que
sabe”. Y Federico le dijo a don Antonio: “A mi me gustan la
música y la poesía”. (…) Antonio Machado leyó La Tierra de
Alvargonzález...”.
En
esa ciudad jiennense, de huertas y olivos, con el Renacimiento
esplendoroso en sus calles y plazas, por donde también pasó San
Juan de la Cruz, tropezando la mirada con las sierras de Mágina,
adivinando sierra Morena, admirando el gran río Guadalquivir,
siempre comparándolo con el Duero, pasó los años de mayor tristeza
el poeta Antonio Machado. Comería los platos propios (aún no
típicos) de Baeza, los andrajos, los virolos, los ochíos...
Al
igual que en Soria, también en Baeza consideran al poeta un poco, o
un mucho, suyo. Su nombre está presente en instituciones, sus bustos
y retratos en parques y recoletos jardines. Su espíritu no sé bien,
en la corta visita a Baeza sólo nos dio tiempo a palpar lo evidente,
aunque es de suponer que sí, especialmente toda la poesía que
escribió en Baeza.
El
poeta, novelista y académico de número de la Real Academia
Española, Salvador González Anaya (Málaga 1879-1955), le incluyó
como personaje en su novela “Nido Real de Gavilanes” (1932), que
transcurre en Baeza, al hacerle admirado profesor del protagonista de
la misma. El capítulo, corto, titulado “Lecciones de Antonio
Machado”, escribe que le enseñó a Alonso, el protagonista, “...
sin alardes, a venerar los arquetipos de la arquitectura beatiense,
deteniéndose con frecuencia ante algunas portada de la Basílica; y
en la extraña Casa del Populo (...). Su mentor, el gran poeta de
Soledades marchara a enseñar verbos gálicos y a martirizar sus
botones a otro instituto de Castilla...”. Consideremos el hecho de
que se trata de una novela, porque Antonio Machado no se distinguió
por el interés de los edificios, resulta difícil encontrar en su
obra mención de ellos salvo alguna pincelada. En cambio sí en el
paisaje y las costumbres, aunque a veces se equivocara y tuvieran que
venir a Soria para enmendarle la plana.
El
Duero cruza el corazón de roble
de Iberia y de Castilla.
¡Oh, tierra triste y noble,
la de los altos llanos y yermos y roquedas,
de campos sin arados, regatos ni arboledas;
decrépitas ciudades, caminos sin mesones,
y atónitos palurdos sin danzas ni canciones
que aun van, abandonando el mortecino hogar,
como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!
de Iberia y de Castilla.
¡Oh, tierra triste y noble,
la de los altos llanos y yermos y roquedas,
de campos sin arados, regatos ni arboledas;
decrépitas ciudades, caminos sin mesones,
y atónitos palurdos sin danzas ni canciones
que aun van, abandonando el mortecino hogar,
como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!
- Antonio Machado en la provincia de Jaén. José Chamorro Lozano. IEG, 1958.
- Antonio Machado, exegeta del Guadalquivir. Daniel Pineda Novo (C. de la Real Academia Sevillana de las Buenas Letras). Instituto de Estudios Giennenses, 1970
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