Mi amigo es escritor, poeta, sobre todo pintor y, en general, artista. Tras pasar unos años en soleados países, tomando prestadas arrugas, gestos, lágrimas y formas, volvió a su tierra natal, en la provincia de Soria. Alquiló al poco tiempo lo que él creyó la casa de su vida, ciento sesenta metros cuadrados –dos pisos unidos- en un esquinazo, con sol por delante y por detrás y vistas a lo que fuera un hermoso jardín, convertido en decadente y romántico gracias a la ausencia de la mano humana.
Durante años tiró tabiques, cambió ventanas, bajó techos y remodeló servicios. Después lijó, pintó y encargó muebles a medida para su nutrida biblioteca. Más tarde decoró con hermosos cuadros salidos de sus manos, sábanas antiguas bordadas reconvertidas en cortinas y metal sobredorado con signos árabes.
Perfecto, el hogar era perfecto. Además, la casa sólo tenía otro piso, debajo del suyo, vacío para más gozo. Un día, la dueña del edificio le anunció que iba a alquilarlo, pero sólo una parte y a un hombre solo. Hombre solo que a la semana se había traído una compañera con niño de tres años. Pareja con niño que a los quince días había aumentado con dos niños más de similar edad. La situación era normal, podría decirse, pareja con tres niños de entre tres y cuatro años, niños que corrían por el pasillo, chutaban el balón, rompían las bombillas, se peleaban a gritos, sin cortapisa alguna, pero más o menos normal. Los fines de semana los habitantes del piso de abajo recibían a sus amigos (diez, ocho, catorce…), y de vez en cuando se quedaban a dormir. Normal también
Hasta que el escenario comenzó a cambiar también por las noches. Esos visitantes se hicieron asiduos a altas horas, escuchaban música a tope, palmeaban, bailaban, en fin, esas cosas que se hacen en las reuniones hasta las cuatro de la mañana. Pero mi amigo resistía, y resiste, pese a la última hazaña, viendo ya –eso sí- sus esfuerzos de años tirados por la borda.
Un día del largo puente de la Constitución, sobre las once de la mañana, hasta los oídos de mi amigo llegó un sonido como de soplete. El hecho no hubiera tenido más relevancia si no hubiera sido porque a la vez entraba por sus fosas nasales un olor desconocido, fuerte, que se iba convirtiendo en nauseabundo. Investigando, investigando, se acercó a la terraza que da al jardín decimonónico y allí, a dos metros de sus ojos, un grupo de hombres se hallaban ¡chumascando un enorme jabalí! El resto del día transcurrió entre terribles golpes de hacha que troceaban al fibroso puercoespín.
A partir de ese día, los inquilinos del piso de abajo decidieron que ese era un buen lugar, no sólo para churrascar y descuartizar jabalíes, si no también para hacer un corralito con distintas aves, y allí están, picoteando, haciendo sus necesidades, cacareando y sirviendo de proteínas, como si se hallaran en una granja en mitad del campo.
Durante años tiró tabiques, cambió ventanas, bajó techos y remodeló servicios. Después lijó, pintó y encargó muebles a medida para su nutrida biblioteca. Más tarde decoró con hermosos cuadros salidos de sus manos, sábanas antiguas bordadas reconvertidas en cortinas y metal sobredorado con signos árabes.
Perfecto, el hogar era perfecto. Además, la casa sólo tenía otro piso, debajo del suyo, vacío para más gozo. Un día, la dueña del edificio le anunció que iba a alquilarlo, pero sólo una parte y a un hombre solo. Hombre solo que a la semana se había traído una compañera con niño de tres años. Pareja con niño que a los quince días había aumentado con dos niños más de similar edad. La situación era normal, podría decirse, pareja con tres niños de entre tres y cuatro años, niños que corrían por el pasillo, chutaban el balón, rompían las bombillas, se peleaban a gritos, sin cortapisa alguna, pero más o menos normal. Los fines de semana los habitantes del piso de abajo recibían a sus amigos (diez, ocho, catorce…), y de vez en cuando se quedaban a dormir. Normal también
Hasta que el escenario comenzó a cambiar también por las noches. Esos visitantes se hicieron asiduos a altas horas, escuchaban música a tope, palmeaban, bailaban, en fin, esas cosas que se hacen en las reuniones hasta las cuatro de la mañana. Pero mi amigo resistía, y resiste, pese a la última hazaña, viendo ya –eso sí- sus esfuerzos de años tirados por la borda.
Un día del largo puente de la Constitución, sobre las once de la mañana, hasta los oídos de mi amigo llegó un sonido como de soplete. El hecho no hubiera tenido más relevancia si no hubiera sido porque a la vez entraba por sus fosas nasales un olor desconocido, fuerte, que se iba convirtiendo en nauseabundo. Investigando, investigando, se acercó a la terraza que da al jardín decimonónico y allí, a dos metros de sus ojos, un grupo de hombres se hallaban ¡chumascando un enorme jabalí! El resto del día transcurrió entre terribles golpes de hacha que troceaban al fibroso puercoespín.
A partir de ese día, los inquilinos del piso de abajo decidieron que ese era un buen lugar, no sólo para churrascar y descuartizar jabalíes, si no también para hacer un corralito con distintas aves, y allí están, picoteando, haciendo sus necesidades, cacareando y sirviendo de proteínas, como si se hallaran en una granja en mitad del campo.
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